Los “Angels unaware”, ángeles sin saberlo, es una escultura de seis metros de altura y tres toneladas de peso que representa a 140 migrantes y refugiados de diferentes culturas y períodos de la historia. Esta extraña barca en el Vaticano lleva el mismo número de personas que las que desde el siglo XVII contemplan la plaza desde lo alto de la columnata de Bernini ante la basílica de San Pedro. Éstas sin nombre, sin saberlo.
El autor de la obra es el artista canadiense Timothy Schmalz. Entre los migrantes representados se encuentran sirios y africanos actuales, pero también un judío que escapa de los nazis o un polaco que huye del comunismo. Sin nombre, pero con rostro, porque cada uno son tantos sin saberlo.
Escultura Angels unaware de Timothy Schmalz, una barca – pedestal en el Vaticano
Releo las palabras de Rosa Montero en su libro La loca de la casa y las aplico a toda obra de arte: “Hablar de literatura, pues, es hablar de la vida, de la vida propia y de la de los otros, de la felicidad y del dolor. Y es también hablar del amor, porque la pasión es el mayor invento de nuestras existencias inventadas, la sombra de una sombra, el durmiente que sueña que está soñando. Y al fondo de todo, más allá de nuestras fantasmagorías y nuestros delirios, momentáneamente contenida por este puñado de palabras como el dique de arena de un niño contiene las olas en la playa, asoma la muerte, tan real, enseñando sus orejas amarillas.”
El escritor es como el espectador que ve el cortejo del rey desnudo. A veces incluso como el niño que habla de las cosas tal y como las ve… Pero a veces es él el que va en el cortejo. Yo también me meto en esta barca, en este cortejo que desafía la muerte, incluso escribiendo.
Desde que, hace unos 2000 años, unos locos se atrevieron a reconocer en un condenado a muerte, crucificado, no sólo un dios sino el Dios, artistas y arte empezaron a descubrir una forma nueva de afrontar nuestros dolores. El dolor siempre incomprensible, fruto muchas veces del capricho o envidia de los dioses, pasa de estar sólo entre los pobres mortales a encarnarse en una expresión divina. Atado al árbol de la barca no está Ulises o el mejor de los hombres, sino un Dios. Desde que en el siglo IV, en la puerta de Santa Sabina, se atrevieron a representarlo así, no han dejado de hacerlo.
Marsias, por atreverse a competir con Apolo, sufrirá la condena de ser desollado
Una revolución paradójica: el dolor, no sólo el involuntario de la enfermedad o las calamidades, sino el provocado en la tortura no tiene como verdugo un dios sino como víctima. No es el rival, como el celoso Apolo, sino que está de nuestra parte, compañero en el peregrinaje. Algo que durante la historia, en cada generación, es necesario redescubrir. El arte, como la mirada de nuestra nuca, nos indica el camino y nos permite ir más allá: mientras avanzamos con la vista y el rostro hacia atrás, contemplando lo pasado, el arte nos hace sentir el sendero que tenemos delante.
Quien tiene poder se considera en muchos casos con el derecho o privilegios de los antiguos dioses para condenar o decidir, para recordar, con el miedo o la experiencia en carne viva, que el dolor y la muerte son nuestro merecido. El tiempo y la libertad serían nuestra mayor condena por ser el mayor riesgo.
Escena con la ‘caza’ a los hijos de Níobe
Con la locura de este condenado a muerte en cruz el tiempo y la libertad son lugar de ocasiones, hasta el último suspiro, como uno de sus compañeros de suplicio experimentó. Incluso el carpe diem cambia. Pasa de ser un deseo de apurar cada gota dulce del cáliz a encontrar el saber – sabor de los malos tragos. No es que haya más valor, más aguante o mejor talante ante las adversidades. Es más, ahora es todo mucho más complicado porque se introduce una paradoja: lo que experimentamos no es lo que merecemos. Es más, frente a la estoica sabiduría, al equilibrado bienestar de los sabios, se eleva un grito de protesta que resquebraja las arquitecturas de cielo y tierra.
Entre los condenados, deportados de la sociedad y de la vida, acabados o incompletos, te puedes encontrar a Dios como en aquel Gólgota, no en el Olimpo. Esta locura, experimentada y transmitida tan vivamente por Caravaggio, hace que las carnes sufrientes que todos tenemos como familiares sean lugares en los que poder identificarnos gracias al arte: no las imágenes del enemigo vencido y moribundo -‘adorno’ en las casas de los vencedores- que son signos de supremacía; no las representaciones del hombre que inevitablemente sufre y viene castigado cuando quiere ser dios que son advertencia; no el recuerdo de las víctimas de un orden cósmico que es mera necesidad.
Arte contemporánea en el Vaticano
Siento en esta arte que no nos vencen del todo, que no nos alcanza la amenaza ni por la necesidad de contribuir al bien de todos se nos unce el yugo a cada uno. El arte es capaz de hacernos presente que uno de los condenados ha vencido y con él todos. Uno de los condenados está de nuestra parte, poderoso amigo y más real de Prometeo, que quiere no sólo estar o camuflarse para alguna diversión a cuenta nuestra sino ser hombre hasta el poso. Con el arte vemos a uno de los condenados, pudiendo no hacerlo, ponerse a nuestro lado bajo el yugo de la necesidad.
Nadie se queda fuera de esta barca… y el arte, metáfora, quiere llevarnos lejos de la muerte aunque nuestras palabras sean como un dique de arena.