Entré en la pequeña iglesia barroca de Santa Maria della Vittoria acompañando al señor que la acababa de abrir. Eran las 08,30 y quedaba muy lejos el primer café de la mañana.
Mármoles, angelotes, glorias nubladas en las que la pintura y la escultura jugaban a engañarme. De igual forma me engañaron la fachada del arquitecto Soria y el rechoncho Moisés con el que se tapa, más que culmina, el acueducto alejandrino. También me engañó Plaza de la Repubblica. Allí me sorprendieron los inmensos espacios que se esconden tras la fachada de viejos ladrillos de Sta. Maria degli Angeli. Todo parece un trapantojo, un juego en el que la sencillez de las historias que se suceden dan como resultado una complejidad terrible.
Llegando a Santa María de la Victoria por via XX Settembre
Mi amigo Armando se había quedado fumando un cigarrillo bajo uno de los naranjos de via XX Settembre, junto a las escaleras de Santa Maria della Vittoria. No le daba importancia ni al tráfico ni a los macizos y seriotes edificios ministeriales. Largo Sta. Susana con sus dos iglesias y su nombre contrasta con el ambiente ‘importante’ del cercano Ministero dell’Economia y el gigantesco cartel publicitario al lado de Banca de Italia. Como un sendero de azahar, los naranjos venían desde Porta Pia hasta la misma puerta de Sta. Maria della Vittoria. Bajitos, cargados de fruta, como de juguete, en medio de tanta ‘roba seria’ como dicen por estos lares.
Las Náyades habían dado al duro metal curvas sensuales. Las lucidas columnas del Grand Hotel parecían estar preparándose en la línea de salida en competición con los leones de estilo egipcio que custodian la fuente del rechoncho Moisés.
Dentro de Santa Maria della Vittoria
En Roma se pasa de la luz a la penumbra constantemente. Cerré por un momento los ojos apenas traspasado el umbral. Me sentía mareado. Demasiado café, demasiadas imágenes para los primeros 500 metros de la ciudad. ¿Cómo seguir en esta selva de historias?
La vida, la ciudad, es un sueño y un teatro en el que no acababa de encontrar mi papel.
Y de repente, llegó como un ladrón el desánimo, sin motivo. Como una visita que rompe los cerrojos de las seguridades. Como una injusticia que es siempre posible. El gran engaño parece la propiedad de los sentidos: imaginar que soy dueño de lo que vivo o creer conocer todo lo que estoy viviendo.
“Derrota es el infierno
de perder sin prendas
la esperanza”.
Al igual que a mí, la amenaza de la desilusión puede llegar incluso a quienes viajan por Roma, sobre todo, para aquellos que buscan un viaje de lujo. Basta comprobar el estado de las basuras y descuido en las calles para hacer añicos los más altos sueños.
Nunca me había sentido tan lejos de mí mismo, de mi historia. Veía con los ojos cerrados las imágenes de la memoria como las ve un moribundo llegando a la meta, a la muestra en donde dejar las aguas que ha conducido. Aspiraba el aire de la pequeña iglesia saboreando los olores como única medida del tiempo. Todo se perdía constantemente.
Huellas
Como sonámbulo avanzaba por la nave de Santa Maria della Vittoria, recogiendo con el tacto las huellas de las cosas, pues todo se había marchado ya. Las manos, los ojos, las palabras, las batallas, las pasiones que me habían traído hasta allí y de los que habían construido el mundo que veía, ¿eran ciertos? ¿qué había quedado de aquella luz que había conseguido vencer en la batalla? Una luz cegadora en vez de la oscuridad escarlata de la sangre derramada. Una batalla junto a la hermosa Praga allá por el 1620, junto a una Montaña Blanca, digna de ser recordada como una auténtica Victoria. ¿Qué quedaba de todo ello? ¿Una imagen de María en un marco de rayos dorados? Incluso ésta no soportó el fuego y fue cenizas. Ahora veía sólo simulacros. Intentaba comprender ecos de palabras e historias que hablaban de quien ha tocado maravillas como Domingo de Jesús María. ¡Venían de tan lejos! Palabras que eran sólo rumores, que no podía sentir.
Aquella mano de niña que me guiaba, esperanza, ¿dónde estaba? No la reconocía en la de los angelotes ni en la huesuda de la muerte figurada. ¡Cuánto daría por ser encontrado! Salvado por los pelos como cuentan de los marineros, hoy prófugos, tras naufragar. Asido por una mano que esté fuera del peso muerto del agua profunda.
Ante el éxtasis de Santa Teresa
«Nisi coelum creassem ob te solam crearem». En el cielo de la capilla Cornaro este piropo ha quedado esculpido. Si no hubiese creado el cielo, sólo por ti lo crearía. Sólo por ella ¿y por mí? Amores que hacen atravesar infiernos sabiendo de quien nos fiamos. Amores que hacen real un cielo a pesar de no verlo en nuestra selva oscura. Un cielo al que nos lleva Bernini de la mano del éxtasis de Santa Teresa.
Mis ojos se agarraron al final a su mano blanca, abandonada. No luchaba, no se denodaba ni debatía. Y, sin embargo, iba hacia lo alto el peso de su cuerpo. Ropas revueltas en un cuerpo abandonado, prendido en la invitación a una danza en la que se deja llevar. Labios entreabiertos a un beso suspirado por donde se escapa el alma en el último encuentro, primero de muchos otros que nada parece poder interrumpir.
En Santa María de la Victoria, al final, vi una fuerza que vence la gravedad. Una subida más rápida que mis caídas. Una puerta de salida que está más allá de los espectadores, que te lleva fuera del teatro del mundo y que, al final del trampolín de los sentidos, vadea la eternidad. Volver a esperar por la única razón de haber gustado. Un cielo creado para ti, por ti.
Allí, sin renunciar a mi infierno sentí que el paraíso puede ser.