Quizás imaginarnos como un pingüino en Roma nos ayude a ver la ciudad con ojos nuevos, necesariamente sin prisas.
Puede ser un juego en el que nos divertimos durante nuestra estancia en Roma, un disfraz para cambiarnos y que todo cambie, o puede ser sólo un sueño -ojalá no una pesadilla- con el que imaginar los lugares que ver en Roma.
¿Qué hace un pingüino en Roma?
¿Por qué abandonar la seguridad del hielo y el frío para sumergirse en el cálido fragor de Roma? ¿Se trata de un viaje iniciático, el viaje de juventud en el que demostrar que somos capaces de sobrevivir en un mundo inhóspito? ¿O quizás nuestra meta es Roma porque intentamos llegar hasta ‘otro’ mundo, hasta las antípodas de la vida cotidiana? ¿Queremos sustituir la linealidad blanca y azul con la algarabía sinuosa de los ocres y verdes?¿Buscamos, tal vez, un amplio muestrario de seres humanos que sustituya su total ausencia en cientos de kilómetros a la redonda?
Todo esto y, tal vez mucho más, hizo que un pingüino de nombre Eneas viajase desde el Polo Norte hasta Roma trayendo como guía de Roma un viejo diario y un cuaderno en blanco para hacer el propio. Es un tipo muy popular más allá de las invisibles fronteras del Polo, donde casi no hay nadie. Esta vez, en cambio, ha decidido no hacer nuevas ‘entradas’ en su blog ni compartir fotos en las redes sociales durante un tiempo. Así nadie en la distancia podrá seguir sus pasos. Sólo quien lo vea pasar se quedará sorprendido al notar un pingüino en Roma. No es para menos.
Con paso lento
«Estos humanos, alejados de los mares y sus misterios lo contemplaban como una aparición extraña… El primer rey de los pingüinos había llegado hasta Roma y había transmitido la leyenda de las fastuosas fiestas a base de pescado comprado en la zona del Portico d’Ottavia. Así que se puso a preguntar y al final, pasito a pasito, con su balanceo llegó al Portico.» Retomamos este relato que empezó en el lejano 2006 en Lapso.
Ante aquellas altas y desgastadas columnas Eneas necesitaba descansar. Había sido un viaje agotador, lleno de emociones, de miradas incrédulas y dificultades. Al fin estaba en Roma y ahora se daba cuenta de que era un lugar inimaginable, otro planeta. En el fondo aquellos bloques de hielo y rocas heladas eran mucho más parecidos a lo que podía adivinar de la superficie lunar. Blanca y vacía era su tierra, puro espejo mudo de sol u oscuridad. Roma, en cambio, tenía colores, olores, sonidos y relieves que lo interrogaban. Estaba todo tan lleno, era todo tan distinto, que realmente ya no entendía nada. Ni siquiera sus alas convertidas en aletas y sus pies cortos eran apropiados. Se sentía y era un bicho raro.
Un inicio, por casualidad
Ante tales novedades confiaba en las indicaciones de su diario. Cuando todo está por descubrirse, nada se pierde al confiar. Por alguna parte habría que empezar y él decide abrir al azar aquel viejo cuaderno que lo había acompañado. Su autor quizás no había sido el primero en llegar hasta estas cálidas tierras pero sí que había sido el primer pingüino que lo había contado.
En ese cuaderno se relata la novedad y casi maravilla, mezclada con miedo y expectación, ante una historia que se iba construyendo junto con esta ciudad desde hacía siglos y siglos. Era también un diario que dejaba ver el estupor y la curiosidad de quien lo escribió ante una naturaleza que desde milenios se había arraigado en aquella tierra, modificándola con tan variadas formas de vida como jamás ningún pingüino hubiera podido imaginar.
En una escuela, con vistas.
Una casualidad puede ser un buen inicio. Un lugar, en este caso unas líneas, que caen bajo la mirada que espera, que vaga libre en busca de un sitio en el que posarse. Y cuando llega, no hay razones que se opongan.
Así que allá va Eneas, pasando ante la Sinagoga, bordeando el río hasta el Puente Sixto. Lo atraviesa teniendo fija la mirada en la otra orilla, en la fuente y los edificios que van subiendo por la colina del Gianicolo. Inicia lentamente la subida por via Garibaldi, primero bajo la sombra de los castaños de Indias y luego, empinándose junto al bosque Parrasio de la Arcadia hasta pararse a mitad de una cuesta. Allí está, recobra alientos, ante una escuela. Lee de nuevo las palabras del antiguo diario en donde un amigo lejano cuenta sus descubrimientos en Roma, palabras que le han hecho subir hasta allí ahora:
«Qué momento, qué revolución en la vida de un niño cuando descubre las letras y el orden adecuado de las letras y desvela el misterio que encierran las letras y el milagro, mayor aun que el de transformar el agua en vino, de escribir “mamá” y ver cómo en esos trazos recién aprendidos aparece mamá, la de cada uno. Sí, ese momento de puro asombro, magia, posiblemente sea el instante en que más cerca se esté de la felicidad pura, cuando se nos revela que en la palabra mamá está mamá. Ahora que lo he visto desde fuera (pero nunca más dentro), puedo decir que es el momento más luminoso de una vida.»
Venir hasta Roma para descubrir el milagro de las palabras escritas. En el diario una fecha de 1973. Y ahora también yo, 50 años más tarde, ante la misma escuela pienso con alegría en tantos milagros que allí se han dado en el lapso entre su viaje y el mío. Palabras que tienen un poder tan grande, el único que crea y une. Poder con dos rostros y que con sumo cuidado los profesores muestran no sólo explicando datos, técnicas o saberes sino con su vida. Veo salir los niños en fila, con alegría y curiosidad en sus ojos al verme.
Seguro que mañana preguntarán por mí, escribirán quizás por primera vez una palabra que me hará vivir para siempre en su recuerdo. Y doy gracias a esas mujeres y hombres, maestros, profesores, que hacen posible que exista un pingüino en Roma.
El Liceo, una diéresis
Mi común nombre, en lo alto de Roma, suena bien. Esta escuela me pone dos puntos, suspendidos como un puente de piedras sobre el cauce frío del río. Igual que la ‘u’ suena en mi nombre gracias a esos puntos, la ciudad tiene en esta cuesta, en unas aulas, en las voces de los niños y jóvenes, un signo que da voz a lo que sin él desaparecería. Con estas dos piedras subimos desde lo más profundo de la U. Su sonido se alza, parece subir desde la hondonada del valle hasta sonar victorioso. Se hace Víctor, da la nota, sobresaliente como los labios en un beso, aullido y estupor.
Una escuela, el Liceo, es diéresis de Roma, nota y letra inconfundible. He descubierto la belleza de una ü, la que está en el más común de mis nombres, en esta cuesta, mientras leo la maravilla de otro viajero que hace 50 años asistió aquí al momento más luminoso de una vida ante un niño que descubría las letras.
«Aliter coelestia durant»
«En el cielo perduran de otro modo». Con estas palabras se cierra la página de ese día de 1973 ante la escuela. Aquel intante de felicidad al ver aparecer la realidad en los trazos de unas letras no quiere desaparecer. Una esperanza que es confianza aletea sobre estas últimas palabras. Quizás estando en una cuesta, como las nubes atrapadas en lo alto de una colina, esa felicidad, la que se contiene en esas primeras letras, perdure mucho más de 50 años. En este lugar tan cerca del cielo de Roma las palabras no se acabarán mientras niños las hagan sonar. Incluso mi nombre más común durará de otro modo en cada U en cuyo cielo aparezcan dos puntos.
Quizás, como en la diéresis, estar fuera de las líneas, allí arriba, acentúe de forma especial lo que podría pasar desapercibido. Estoy aquí arriba: en lo alto, donde tengo que pararme, recobrar aliento, detenerme para contemplar, respirar aires más puros que me hagan recuperar de los esfuerzos. Es entonces también cuando me doy cuenta que durante la subida me he hecho daño. ¡Qué dura la cuesta! Pies que no están acostumbrados, sampietrini cortantes y descalabrados, y yo que confiaba en poder con todo. Y veo que esta colina, el esfuerzo, también me rompe. Sin embargo, puedo decir que en el Liceo no tuve tiempo para el duelo porque un bedel al ver mi dolor me invitó a entrar diciéndome: ‘ahora lo arreglamos juntos’.
En alguna clase, quizás mientras otros chicos trazaban otras letras capaces de hacer que nos entendamos, sonaba una canción que decía mucho más de lo que yo podía imaginar.
You were always sure of yourself
Now I see you’ve broken a feather
(how it hurts to see you cry
And how it hurts to see you sad)
I hope we can patch it up together.
Siempre estabas seguro de ti mismo
Ahora veo que te rompiste una pluma
(como me duele verte llorar
y como me duele verte triste)
Espero que podamos arreglarlo juntos.
You will have no time for grieving.
No tendrás tiempo para el duelo.
(Abba, Chiquitita)