Cada uno de nosotros puede escoger su preferido entre los obeliscos de Roma.
Obeliscos de Roma: Santa Maria della Minerva, Panteón y Plaza Navona
El de César Antonio Molina según nos cuenta en Donde la eternidad envejece es el que está ante Santa Maria Sopra Minerva. Más pequeño y sobre todo situado a caballo de un elefante que lo mantiene en un sólido equilibrio.
«Bernini decoró esta agradable plaza con ese pequeño obelisco colocado sobre el lomo de la oronda bestia esculpida por su alumno Ercole Ferrata en 1667. Una inscripción se dirige a los paseantes advirtiéndoles de que se requiere una mente robusta para sostener una sólida sabiduría.»
Estas vergas de piedra tostada perforan la tela del cielo de Roma. Son puntadas que marcan sus costuras. En este caso parecen formar una gran Y. En la base ponemos este pequeño obelisco construido por el faraón Apries. Curiosamente, desde que ha llegado a Roma se ha mantenido cerca de su posición en el templo de Isis.
El punto central de esta Y estaría en el obelisco que se encuentra ante el Panteón. Entra en el tejido urbano dejando puntadas hilvanadas con hilo de tiempo.
Si seguimos sus trazos desde Piazza della Rotonda un brazo se extiende hasta acariciar las aguas de los 4 ríos en el centro de plaza Navona. Acumen que penetra hacia lo alto y peso que implanta la memoria firmemente. Los obeliscos de Roma son también una espina en su carne de aire con piel de piedra. Cuando nuestra mirada lo acaricia sentimos un latente dolor que se hace crónico: nada lo cura o hace pasar.
Obelisco de Montecitorio
El otro brazo se adentra en el campo de Marte irguiendo un dedo (índice en el mejor de los casos) ante el Parlamento. Aquí, en Montecitorio, el papa Pío VI en 1792 consiguió restaurarlo y elevarlo ante el palacio destinado a ser la Curia Pontificia.
Con el nuevo reino de Italia este palacio fue elegido como sede para las reuniones de los diputados. El aula del nuevo Parlamento tras diversas vicisitudes no se terminó hasta 1918 con proyecto del arquitecto Ernesto Basile.
La sombra de este obelisco va ascendiendo la pequeña colina hasta entrar por la puerta grande del palacio. Su sombra, peso de la luz, no recorre el Campo de Marte y las ejercitaciones de los ciudadanos romanos en armas. Ahora, fascinante, asiste a los debates, manifestaciones, nubes de periodistas, policías y guardias privados. Se yergue, como antiguamente las ‘pilae’, a modo de lanza casi siempre en manos de hombres que presumen de su dureza, de su grandeza y la usan como medida del poder o para justificar el mismo.
Por todo ello, creo que lo hicieron para clavarse en el cielo, que es también el mapa extendido de nuestra historia. Alfileres que marcan la línea del frente, lugares de batallas, espacios en los que nos indican que allí nos jugamos la partida, encuentros definitivos.
Obelisco de San Juan de Letrán
Los obeliscos en Roma son también un juego de equilibrio, cuanto más alto más se ve y más emoción. En su punta se apoya la esfera del cielo que parece girarle entorno. Eje de rotación del mismísimo mundo simbolizado a veces en globos de metal. Parece que algún niño travieso los ha mandado con una patada hasta llegar a la punta. Y me preguntaba ¿serán imanes que las atrapan sin pincharlas? Viendo su sombra de gigante me pregunto qué sería de mí si sobre la punta de mi cuello no tuviera esa esfera deforme. Mi cabeza es un planeta sin atmósfera, expuesto y en precario equilibrio. Jugando con las sombras, además, soy un playmobil a su lado.
Obelisco de Plaza San Pedro
Esa punta elevada que atrae la atención ha sido elegida también como relicario y tumba. El obelisco que está ante la Basílica de San Pedro fue colocado allí por diseño de Sixto V. Era el único de los obeliscos de Roma que había quedado alzado. Los demás yacían escondidos o rotos. Este papa ‘revolucionario’ a finales del s. XVI lo pondrá como centro de ese símbolo del Orbe que es Plaza San Pedro. Es más, lo trasladó hasta este lugar antes de que existiera la plaza tal y como la conocemos hoy. El trabajo e imaginación de Bernini giró en torno a su altura como eje de este mundo elíptico en la Roma Caput Mundi.
ECCE CRUX DOMINI – FVGITE – PARTES ADVERSAE – VICIT LEO DE TRIBV IVDA.
Aquí está la cruz del Señor, huid, adversarios pues vence el León de la tribu de Judá.
Es la inscripción que leemos en la base. Un obelisco de Roma que es un estandarte. En lo alto se encuentra una reliquia de la cruz de madera dentro de la cruz de bronce que lo culmina. Un símbolo que hace huir a los adversarios, como si su vista recordase el rugido del león de Judá, símbolo de los indomables habitantes de la Judea que no se quieren rendir ni a asirios, egipcios o romanos. Al final, aquí en Roma, ese león vence sobre el poder del faraón.
Obelisco de Plaza del Popolo
Al mismo tiempo, siendo gigantescos estandartes, muestran a toda la ciudad tres montes, una estrella o incluso una paloma con un ramo de olivo. Estos símbolos no hacen escapar a los enemigos pero sí alzan en triunfo a varios linajes familiares. Son ellas las que apoyándose en la solidez del hasta de piedra están encumbrados a la vista de todos en lo más alto de una historia de la que son el culmen. Y son ellas las que lo usan también como enorme báculo: apoyo en el caminar, instrumento para corregir, arma para defender.
Obelisco de Villa Celimontana
En la colina del Celio, para mí la que más se parece a mi imagen del jardín del Edén en Roma, nos encontramos con el obelisco de Roma más desnudo. Es una aguja de acupuntura. Acompañado por la brisa que mueve las otras agujas de los pinos, se clava benéfico en el lugar desde donde parten los nervios de la ciudad. Recoge la paz de esta colina y la transmite al resto del cuerpo que se afana en musculosos esfuerzos cotidianos.
Obelisco del Quirinale
Las trabajadoras abejas Barberini también tienen su aguijón. Se eleva bien visible en la colina del Quirinale. Abejas que producen el tesoro de la miel y que lo defienden. No buscan la guerra pero no quieren recibir fastidio. Cástor y Pólux con sus caballos son los defensores mitológicos de la ciudad. Junto a ellos surge este aguijón que, al estar ante el palacio del papa, luego del rey y más tarde del presidente de la República, es siempre el símbolo del aguijón con el que defender esta gran colmena.
Obelisco de Plaza de España
Agudos vigilantes, los obeliscos de Roma custodian desde su altura el jardín de Roma. Como grandes talamones y dinteles, son centinelas y garitas al mismo tiempo. El que se encuentra ante Trinità dei Monti cuidaba con su sombra y su altura los Horti Sallustiani. Son también cipreses de piedra que con su presencia nos ayudan a situarnos entrando en el bosque de las calles de Roma. Altos situados en alto. Faros de luz vertical en piedra para encontrar nuestra ruta.
Obeliscos de Roma: Santa Maria Mayor
Los obeliscos en Roma son también una flecha en el sendero de los peregrinos. Se clavan como agujetas indicándonos que a pie los caminos nos llenan de polvo, sudor y cansancio. Desde Piazza del Popolo hasta Trinità dei Monti y luego en línea recta hasta Santa María la Mayor para concluir en San Juan de Letrán. Sus puntas se divisan desde lejos marcando las etapas.
Por otra parte, al mismo tiempo, señalan hacia el cielo, otro camino que aúna los distintos pasos y direcciones yendo más allá del horizonte y de lo horizontal. Elevamos nuestras miradas como conviene de vez en cuando mientras caminamos. No es el otear de quien divisa desde las cumbres sino la ascensión de la mirada, descansando en el aire, de quien está normalmente concentrado en los propios pasos, en los agujeros y las piedras. Desde nuestra medida pequeña algo nos indica que necesitamos mirar hacia el cielo antes de reemprender los pasos de cualquier destino.
Obeliscos de Roma: el obelisco de Dogali y el del Pincio
Entre los obeliscos de Roma hay incluso uno levantado para los caídos. Con su estela se celebra una derrota para que no se convierta en inmemorial. Su altura nos habla de aquella gran fosa, agujero que recibió 435 cuerpos de los 500 soldados italianos en la guerra de Eritrea en 1887. La locura de la guerra recordada no como victoria, conquista colonial de un imperio, sino para indicar que en ella sembramos de cuerpos los campos que nos conquistarán. Me pongo fácilmente en el lugar del quinientos uno. Viajo a una tierras lejana, nuestra porque formamos parte de ella, mientras nuestras cenizas se elevan en granito y piedra. Parece que las raíces de este tronco pelado, ramificadas en los 435 nombres, quisieran llegar hasta aquel campo de batalla y sepultura devolviendo al aire el respiro de los que yacen bajo tierra.
Mientras nos duele, no hay olvido. Espina de una corona en Roma es el recuerdo de la aguja clavada en el corazón de Adriano por la muerte de Antinoo. Una aguja en las venas de Roma que dona su sangre haciendo que su vida continúe en otros cuerpos. Es más, parece que hace durar lo que Antinoo fue, perviviendo en un dolor que lo entibia. Igual que se eleva este obelisco se alzan tantos dolores, plantados, fijos, sin tiempo, historias de ausencia. Extraña la dureza de esta memoria pues no obstante petrificada lleva el calor del sol hasta las profundidades de ese abismo árido del dolor y olvido regándolos como una lluvia de consolación.
«…Mientras entorno tintinean los rumores de la vida,
y lustrosas abejas pasan a mediodía rumbo a los campos.
Y dan la hora las campanas de las capillas;
traspasándome de dolor, ajenos a mí son esos sones,
y tú estás lejos en el mundo de los hombres.Sé lo que fue, y siento lo que es,
y me enfurecería si tal pudiera un espíritu;
aunque olvide el sabor de la beatitud terrena,
tu palidez entibia mi tumba como si
del brillante abismo hubiese elegido un serafín
para desposarlo; tu palidez me alegra;
tu belleza crece en mí y siento
que un amor más grande se insinúa en mi ser.»(Julio Cortázar, Imagen de John Keats)