Visitas en el Cementerio del Verano organizadas por la Real Academia de España
Las previsiones no eran buenas pero el tiempo nos regaló una agradable mañana de otoño. Ya antes de las 10,30 estábamos todos listos para nuestra visita a Mariano Fortuny en el Cementerio del Verano. Ahora llueve a cántaros e intento poner por escrito, para mejor recordar, esta aventura.
‘Te sentirás superior ya que al menos tú estás de pie’ me había dicho Stefano tomando un cappuccino antes de salir al saber que la visita se realizaría en el cementerio. Pero la verdad es que cada vez que entro en el Verano siento que aquellas memorias, aquellos monumentos, aquellos restos, habiendo participado del gran paso de la muerte, me dejan pequeño, me dicen que por mucho que diga o bracee, cualquiera de aquella multitud ya conoce todo lo que importa saber.
El silencio y la plegaria, la esperanza y la meditación, nos reciben en el umbral del Cementerio Monumental de Roma. Yo llevo bien agarrado el libro de Antonio Manilla, Suavemente ribera. Lo llevo, poeta y guía, para poder entrar y salir indemne de un lugar que imagino como mi peor condena, mi infierno: saber de tantas vidas sin poder acercarme a ellas, oír miles de voces sin saber lo que me cuentan, teniendo que escoger algunas pequeñas palabras para abandonar el resto. Abandonar, perder o, mejor, entregar, es algo a lo que estoy acostumbrado: cada segundo, cada palabra, cada aliento.
«Dentro de muchos siglos,
cuando ya nada exista,
ni siquiera el recuerdo
de mi nombre en el mundo,
por esta piedra inscrita
las sombras del futuro
sabrán que aquí reposa
un hombre como todos,
que amó sin ser amado,
temió a su Dios y nunca
tuvo nada seguro,
salvo que hay un final:
el cementerio.
¿Pero es meta o salida?»
Contemplar el abandono, la pérdida, la entrega de tantos me da ganas de ir recogiendo cada una de sus historias. Quisiera quitar hierbajos y suciedades para sentarme a cada paso pensando poder escucharlas. Deseo gigantesco, en las 83 hectáreas del cementerio, que se convierte en condena con frustrada resignación. Si, como Dante, pudiera imaginar el castigo adecuado a mi pecado, me vería vagando por un eterno cementerio. Lo que en vida liquidaría llamándolo ‘muchedumbre’, allí tiene nombre y apellidos.
Mariano Fotuny. Pincetto Nuovo, lote 49.
Pasando el Quadriportico y la capilla de la Misericordia, a la izquierda se eleva una colina. Decido subir por una de las dos escalinatas sin utilizar la rampa por la que luego bajaremos. Pensar en la geografía, en los senderos y las plantas me ayuda a caminar sin quedarme a cada paso como el ángel que Monteverde dejó pensativo sobre la tumba de Primo Zonca.
Mientras subo voy pensando en el saludo que hemos dejado ante Enrico Toti. Él, con una pierna sola, encontró en una bicicleta una forma para no pararse, para llegar incluso a ser uno de esos pobres héroes de la I Guerra Mundial que tan cercanos sentimos todos los comunes mortales, ‘milites ignoti’, ‘bersaglieri’ al asalto de los días. En la parte alta, en cambio, nos saluda el joven aviador Arrigo Saltini dei Remingardi. No sólo su nombre parece imaginado para alguien fuera de lo común, su cuerpo en la escultura de Enrico Tadolini, es el de un héroe lanzado y gigante. Incluso entre los caídos, algunos caen en alto o desde más arriba, con perdón.
Muy cerca del recuerdo del joven aviador, el rostro de Marià Fortuny parece haberse encaramado sobre una columna que alguien dejó allí para poder admirar mejor el panorama desde lo alto.
Tumba de Mariano Fortuny y Marsal, de su esposa Cecilia Madrazo y su hijo Mariano Fortuny y Madrazo.
Desafía los vientos y la intemperie sólo cubierto con unas hojas. El gran alcalde Nathan, más listo, un poco más atrás, se refugia detrás de dos muros, una esquina del mundo resguardada.
Leemo la discripción que hace el pintor Pradilla en un artículo que envía a la revista La Ilustración española publicado el 8 de diciembre de 1874. Ante aquel recinto, bajo un tímido sol que nos calienta, revivimos los momentos de aquel 24 de noviembre. Como les pasa a muchos ilustres difuntos, al menos mientras está fresca la memoria, sus peripecias no terminan al morir: cambian de lugar, se encargan bustos, se plantan flores. Pero bueno, ya se sabe, los muertos no necesitan mucho, no son muy exigentes, así que, en general, se tiende a dejarlos descansar en paz. Es el momento que aprovecha el tiempo con sus amigos ladrones, para ir despojando todo y que al final, vencedora de la muerte, parezca sólo la vegetación inculta.
Lo saludo imaginando cuánto le gustará que le volvamos a decir las dulces palabras napolitanas, las últimas que oyó en esta lengua al dejar su dulce Portici:
A la fenesta affacete
Fortunno, de stu core
Vide con quant’ ammore
Simmo venuto ccà.
Concluyendo nuestra visita a Mariano Fortuny… y compañía.
En la parte más alta de esta colina, situada detrás de la basílica de San Lorenzo Extramuros y, en otro tiempo, ajardinada villa Mancini, se alza un gran depósito circular para la famosa y fresca ‘Acqua Marcia’. El papa Pio IX a la hora de seguir ampliando el cementerio no podía prescindir de la hidráulica. Si nuestros ríos van al mar, en el Pincetto del Verano, creo que pasan primero por este depósito de agua como si fuera el centro de una pileta. De hecho, como si hubieran quitado el tapón de repente, en un vórtice, giran entorno a él capillas y panteones.
Atrapado en ese torbellino se quedó también Salvatore, joven corresponsal durante uno de sus viajes a China. Desde allí, en 1912 lo trae a Roma, su padre Marco Besso, dejándolo para siempre reclinado como un antiguo etrusco: flecha caída bajo un arco.
También gira, gira con la tumba de Fabio Mauri, su Muro de Europa, una barca que mi imaginación transporta desde los jardines ante la Galería de Arte Moderna. Mirando esta última casa del escultor, no puedo dejar de sonreír pensando en el gigantesco felpudo que él pondría para acoger a los visitantes: «L’Universo, come l’infinito, lo vediamo a pezzi.» Y si él me permite la irreverencia -no vayáis a chivárselo- yo diría que ese ‘Infinito lo vediamo quando siamo a pezzi’ o como diríamos en español, hechos polvo. Hasta entonces sólo contamos números enteros.