Vesta es una de las deidades más antiguas de Roma. Su culto se mantuvo durante todas las fases que vivió la Roma antigua y su papel era fundamental para el día a día de los romanos. Vesta era la diosa del hogar y tenía su templo en el Foro Romano. Sus sacerdotisas, las vestales, eran figuras casi sagradas cuya misión era rendir culto a la diosa y proteger su llama, la llama de Vesta. Dentro del Templo de Vesta, había un fuego que las vestales debían mantener siempre vivo. Que la llama de Vesta estuviese encendida era la muestra de que los dioses seguían viendo a Roma como su ciudad elegida y de que Vesta seguía protegiendo a los romanos. Cuando, en contadas ocasiones, se apagó, fue un suceso que provocó la reunión de los más altos cargos esperando lo peor.
Un fuego eterno
Desde que conocí la historia y la figura de las vestales, han atraído mucho mi curiosidad. Me parecen una parte interesantísima de la historia de Roma. Y, sin poder evitarlo, siempre relaciono mi vínculo con Roma con aquel fuego sagrado.
Cada vez que he tenido el honor de visitar el Foro Romano, hago una parada especial frente al Templo de Vesta y accedo con respeto a la Casa de las Vestales. Mientras uno camina por el foro, es imposible no sentir que se pisa un terreno casi sagrado. No porque se ame Roma o se crea en sus dioses, pero un respeto instintivo se te mete dentro. Para mí, esa sensación es mucho más fuerte frente a Vesta. Casi puedo sentir la presencia de una sacerdotisa, una de las vestales. Me imagino cómo sería cruzarse con una en el foro. Pienso que la miraría como aquel que mira algo que no quiere mirar, pero que no puede evitar hacerlo. Con un respeto que sería casi miedo, intentaría buscar su sonrisa.
Las vestales en la antigua Roma
Puede parecer algo superficial, lejano, exagerado. Pero lo cierto es que la mirada de una vestal valía una vida. Si un condenado se cruzaba con una y ésta lo miraba, le otorgaba así el perdón. Cualquier condena le sería perdonada. Incluso el emperador debía apartarse y dejarle paso si se cruzaba con una sacerdotisa de Vesta.
En los lugares públicos, como el Coliseo, sus asientos se colocaban junto con la más alta élite. Cualquier otra mujer se situaría junto a los esclavos, en el más bajo nivel social. En el Foro Romano, nadie podía vivir. Sólo las vestales.
Tenían muchos privilegios, pero también obligaciones y un voto de castidad que deberían mantener durante sus años de servicio. Años que muchas veces eran una vida, pues el tiempo del ejercicio de una vestal era de 30 años. Si incumplían sus votos, la pena era la muerte.
Y, también en la muerte, eran tratadas como algo casi divino. No se podía hacer sangrar a una vestal. A las condenadas se les dejaba en un pequeño habitáculo bajo tierra, con sólo una pequeña llama iluminando y un poco de alimento. Morían de hambre, enterradas vivas.
En los muchos siglos que duró el culto a Vesta en Roma, que acabó poco antes que el imperio, sólo una veintena de vestales fueron condenadas. Una, la sacerdotisa suprema. Su nombre era Cornelia y, por lo que se sabe, en su juicio no se presentaron evidencias que justificaran su culpa. Me parece un caso de lo más intrigante.
Mi llama de Vesta
Al salir de la Casa de las Vestales en el foro, miro atrás y pienso que aquella Cornelia bajó el mismo escalón que yo bajo ahora. Yo me dirijo al Palatino. ¿A dónde iría ella? ¿Cómo sería caminar por Roma siendo una vestal? Quizás incumplió de veras sus votos e iría a ver a su amante. A lo mejor por el camino se topa con un grupo de senadores egocéntricos que tienen que apartarse ante ella como si de una diosa se tratase. O puede que se dirigiese al templo, a cuidar la llama.
Yo hago lo mismo con mi llama de Vesta y dejo el foro subiendo la colina del Palatino. Donde nació Roma, a pisar el suelo donde Rómulo la fundó. A ver desde lo alto de la colina en lo que se ha convertido Roma hoy. Mi Roma. Alimento mi llama de Vesta.