En Roma no hay olas, hay crecidas. Aunque el mar está cerca, a unos 20 km, no es una ciudad de costa y se nota. El oleaje no la toca y solo el río Tíber podía ser un canal por el que se acercaran barcos enemigos o por el que hacer entrar los necesarios víveres y el comercio de la gran Urbe.
Una barcaza, la Barcaccia, sin puerto
Roma no tiene playas, pero los temporales de calamidad llegan igualmente a sus orillas. El dolor no embiste con olas sino desbordándose incontenible. La noticia de que un querido amigo está gravemente enfermo en un hospital se derrama en el lecho de esta ciudad bajo una gota fría que la sumerge. En Roma no hay olas, hay crecidas que cubren cualquier puerto desligando cualquier amarra. Si el agua alta es capaz de sumergir Venecia bajo 135 centímetros de agua, invadiéndolo todo sin remedio, el Tíber con su corriente y lodos hacía de las calles del Campo Marzio una selva de casas que hundían sus raíces en el río crecido.
Se construyeron grandes murallones para que la furia del Tíber tuviera un cauce seguro. Se han roto. Meses y meses de temibles gotas han ido horadando sus altas orillas hasta deshacer las seguridades alzadas con tanta fatiga.
Salvados como la barcaza
Para contener esta avalancha se cierran todas las puertas, pero es imposible parar sus corrientes, el ímpetu líquido que se desparrama. Siempre hay una rendija que nada puede aislar, aunque todos queramos ser islas afortunadas o alturas superiores insumergibles. Sin embargo, hacemos agua y Roma se vuelve una ciudad que flota haciendo el muerto, apenas un rostro que siente ruidos apagados.
Roma se ve de nuevo como una barcaza que está a punto de hundirse, ancha y cargada hasta los bordes. Una pobre arca de la vida cotidiana que sin aviso ni profecía fue arrastrada para una odisea siguiendo el río por las calles. Pero, por saberse tan poca cosa, ella es también la que siempre tiende sus cabos a la espera y la memoria, su ‘equipo de rivales’: contrincantes que ella llama a ser sus aliadas. Ellas, ante el desbordarse de los eventos sin cauce, convocan los días venturos, ráfagas de tiempo, que van secando lodos y esparcen arena con serrín, drenando encharcadas calles.
Achicando la barcaza
Sí, Diego me estaba hablando de un libro de Doris Kearns Goodwin que está leyendo. Lo veo emocionarse mientras va subiendo el nivel de las aguas. Abajo, a los pies de la Escalinata de Plaza de España se ha quedado una ‘barcaccia’ y sin mirarnos la vemos clavada, excavada en la líquida plaza. Flota como máscara sobre el rostro de la ciudad que apenas emerge.
Una barcaza de la que constantemente la memoria a proa y a popa la esperanza achican agua formando una fuente doble. Muy cerca, el río sigue alargando sus tentáculos. Nos llega el rugido de sus remolinos en los que todo pasa avisándonos siempre de su presencia corriente.
Lo que pasa junto a la Barcaccia
El 26 de febrero de 1821, al lado de esta barca, pasó flotando el ataúd del joven poeta cuyo nombre estaba escrito sobre el agua. Y ahora pasamos nosotros en el silencio de la procesión. Lentamente, caminamos con mucho cuidado, agarrándonos a nuestras pocas seguridades, pues en las riadas se va todo lo que se mueve y, a veces, también nosotros. Levantarse, como dice Diego, para no sucumbir en la lucha, bajo el agua, es lo único que se puede hacer. Él se levanta y su gesto me da alegría: serán dos brazos más para intentar salvarnos por los pelos.
Mi amigo, el que ahora está tan enfermo, con sus más de 70 años, sigue siendo un joven romántico en medio de las borrascas. También él bebió con gusto de la Barcaccia Roma, medio hundida que hace brotar para miles de turistas su agua fresca de memoria y espera. Esta barca es ahora más que nunca suya y nuestra. Es un recuerdo que yo nunca había asociado a los ingentes esfuerzos de Roma por mantenerse a flote ni al precario equilibrio de la espera: rivales y aliados que le dan una mano para no quedase sumergida. Y, aunque a nosotros, tras esta inundación, quizás nos llamen huérfanos, madre Roma, cuando nos ahogamos y pierde sus hijos, se queda sin nombre.
Notas
En este punto del acueducto de la ‘Vergine’, que se concluye en la monumental muestra de la Fuente de Trevi, Pietro Bernini con la ayuda de su hijo Gian Lorenzo realizaron la Barcaccia, varada en la plaza. Era la primera fuente barroca concebida como ‘escultura’. Fue terminada en 1629 siendo papa Urbano VIII cuyas abejas ‘Barberini’ la adornan dulcificando el terrible recuerdo de las inundaciones de 1598, cuando una barcaza acabó varada a los pies de la cuesta que llevaba a la Trinidad.
31/10/2020, un día después… acabo de recibir la noticia del fallecimiento de mi amigo Javier Reverte. Y me abandono en brazos de nuestra madre, sin nombre y sin sus palabras.