Muchas veces tenemos a nuestro lado lugares llenos de historias pero las historias no se ven, o, mejor dicho, no se cuentan. Son muy discretas y no viven sino en los labios, en los ojos de quien las busca. Es como si de cada una de ellas quedara en el mejor de los casos sólo una letra capital. Como si los lugares no tuvieran espacio para contener más, cediéndolo a la vida que corre. Para las historias hace falta tiempo pero sobre todo hace falta rescatarlas de ese no lugar que está más allá del tiempo. Aquí intentaremos hacerlo con las historias contenidas en San Pietro in Vincoli.
Ante la corriente del ‘todo pasa’- un río impetuoso de eventos que nos lleva y al que afluimos, muchas veces turbolento y turbio- algunas veces podemos contraponer el agua, siempre fresca, decantada, de un pozo. También en lo alto de esta colina sobre el Coliseo, nos encontramos con que San Pietro in Vincoli une no sólo dos cadenas, romana y jerosolimitana, sino también la de dos rivales y vecinos, los Borgia y della Rovere.
Claustro de San Pietro in Vincoli
Dejo caer el cubo de mi curiosidad en un pozo situado en un claustro. Con la cuerda bajamos cientos, miles de años, y recogemos mezclados en infinitas combinaciones, los elementos de otras mil historias.
Estamos en el patio de la Facultad de Ingeniería. Entre chicos coronados de laurel que han conseguido su licenciatura empiezo a escuchar el sonido de aquellas carreras memorables de los ‘Ragazzi di via Panisperna‘. Pasos entusiastas y acelerados por la emoción de los secretos que estaban esperando. Muchachos de veinte años, físicos como Enrico Fermi, que vivían entregados a un mundo invisible pero de efectos realmente impresionantes. Un mundo insospechado que necesita de nuestros precisos ‘bombardeos’ para llegar al núcleo y liberar energías increíbles. Curioso. Igual, igual que las historias. Y como ellas, siempre comunicantes. Formando el tejido de la realidad pero escondidas en la superficie del conjunto. Allí están. Pequeños átomos, historias, y grandes cisternas, como las de las termas de Trajano, con nombres de historia de las mil y una vidas: Las Siete Salas.
Interior de la iglesia de San Pietro in Vincoli
Allí al lado, entrando en la iglesia de San Pietro in Vincoli, bajo las cadenas de oriente y occidente al fin unidas, nos asomamos a un nuevo brocal. San Pedro encadenado es el recuerdo de un tiempo en el que el papa era un anciano pescador, ceñido y atado por otros, perseguido y mártir.
Las cadenas de san Pedro en Jerusalén, traídas por Licinia Eudosia, hija del emperador de oriente Teodosio II y esposa de Valentiniano III, emperador de occidente, se unen con las que el papa León tenía como recuerdo de la prisión de su prisión en la cárcel Mamertina. De hecho, esta iglesia se conoce también como basílica Eudosiana.
Tal y como le pasó a Eudosia, esta iglesia es también un puente entre Oriente y Occidente. Pero, al mismo tiempo, es un lugar que nos muestra cómo inicia una nueva época a mediados del siglo V con el asesinato de su marido (año 455), el saqueo de Roma por parte de Genserico. No sólo esto, ella fue rehén en Cartago, ya en poder de los vándalos, y tuvo que consentir con que su hija Eudosia se casara con Hunerico, hijo y sucesor del rey bárbaro.
Es la época en que el papa negocia con los vándalos para salvar la ciudad de la destrucción, para salvar la vida de las personas que se refugian en las basílicas. Es el tiempo en el que el poder imperial se desmorona y surge un nuevo poder moral en colaboración y lucha con los nuevos dueños del mediterráneo occidental, cristianos pero no católicos sino arrianos.
San Pietro in Vincoli fue construida unos pocos años antes, en un breve período de esperanza que quedaría destruida por estos hechos. Esta iglesia nace tras el concilio de Éfeso del 431 dedicándose a los apóstoles Pedro y Pablo, uniendo las raíces judías con las amplias ramas de los otros pueblos en esta preciosa sala de una importante ‘domus’ romana.
Visitando esta basílica con sus preciosas columnas, me ha sorprendido el mosaico que representa a San Sebastián, realizado en el siglo VII y presentado con toda la elegancia de un alto dignatario oriental, se nos hace presente el II concilio de Constantinopla. El cuadro de Guercino que representa a San Agustín, nos lleva hasta el norte de África justo cuando está desapareciendo el imperio romano, algo imposible de imaginar, en la rica y próspera África. Bellezas que en esta colina de Roma, orientada hacia el atardecer, sigue mirando hacia el oriente y más allá del mar.
Al llegar junto al altar, me parece que está apoyado sobre otro, como una pequeña cripta de fina arquitectura renacentista. La luz y la mirada bajan de una urna hasta el interior de otro altar que contiene un sarcófago. En el frontal de piedra encontramos otro pozo. Esto es inagotable. Se trata de un pozo famoso por palabras pronunciadas hace siglos en la polvorienta Samaría. Palabras que le han dado un nombre y que han transformado su agua en vida: sensibilidad, movimientos, cambios, relaciones. Palabras y agua.
Esculpidas a ambos lados dos figuras, un hombre y una mujer. Por la sed ambos se han acercado y él los ha hecho encontrar. Así también nuestro pozo nos hace encontrar curiosamente, como agua y ecos de voz, la lejana historia de Antíoco IV, de Matatías, Judas, Jonatán… La familia de los Macabeos. Una historia en la que una madre y sus 7 hijos se convierten en mártires, testigos que siguen allí hablando de su pasión a quienes por conocerla, por sentirla, pueden tener con pasión.
Un sueño en la cripta
Se enciende una luz. Una lámpara con nueve brazos. Suena la música de una fiesta. La cripta se ilumina con los sonidos de una cena entre amigos y familiares, repetidos en la memoria de un recuerdo anual: la hanukkah. Luz para los días más oscuros. Luz para la nueva y última dinastía de reyes, para la última dedicación del gran templo de Jerusalén.
Una luz que no se acontenta con un día, consumiendo un tiempo con cuerpo de aceite que escapa inaferrable. Necesita 8 días para mostrar su júbilo, para celebrar con su baile de brazos alzados la abundancia el estar vivos. Se celebra una nueva victoria, sin engaños –es luz con sombras- pero sin dejarse apagar por la certeza de las nuevas batallas, de los martillos que siguen resonando. Martillos que forjan armas y que suenan igual a los martillos que forjan cadenas, que suenan igual a los que forjan las campanas que tocan tras el concilio de Éfeso y a los de Antonio Pollaiolo sobre su bronce.
Agarrados con fuerza a estos sonidos tiramos hacia arriba sacando aguas con gozo.
El Moisés en San Pietro in Vincoli
Al salir del pozo nos encontramos la mirada severa de Moisés. Nos conoce bien, pero ya ha pasado su enfado. Tiene de nuevo las tablas de la ley y sus ‘cuernos’ por un resplandor de gloria. Su rostro está convertido en una llama, encendido también él por un encuentro. Su luz ya no está prisionera, como no lo estaba el arte en las manos que lo cincelaban. Mármol que de prisión se convierte en palabra, es más, en luz, en fuego que se eleva: ‘ad sidera flamma vocatur’. Quema por su belleza y por el deseo de más. ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? Grande e ínfimo, ardiente, no sólo en lo que hace sino en lo que desea, de lo que es capaz.
Este hombre, gigante, nos lleva hata el tiempo de los faraones y también a los tiempos del papa Sixto III que en el siglo V, al final de una época clásica, construye esta basílica gracias al regalo de Licinia Eudosia. Y luego nos trae hasta Sixto IV, Francesco della Rovere, titular de esta iglesia. En esta estatua, en este hombre tenemos el Renacimiento que quiere unirse a la antigüedad para hacer revivir esa época de belleza que no pasa, que conquista. Moisés custodiará la tumba de Julio II, Giuliano della Rovere, recogiendo y mostrando su memoria aunque no contenga sus cenizas.
El Moisés y esta tumba tienen una larga e interesantísima historia. En una carta de 1542 Miguel Ángel dice: «Io mi trovo aver perduto tutta la mia giovinezza, legato a questa sepoltura.» Me resulta que he perdido toda mi juventud atado a esta sepultura.
Nicolás de Cusa
El arte y la ciencia en San Pietro in Vincoli
Antes de salir nos saluda Nicolás de Cusa. Juega también él echando palabras en el pozo del saber: docta ignorancia. Le sonrío complice en sus aventuras, siendo testigo de un nuevo intento de unir Oriente y Occidente en el siglo XV. De repente, tengo ganas de alzar la mano para brindar a ese ‘ser únicos’, a las diferencias, zanjas y acantilados bien visibles a los que podemos asomarnos. Una única vida que nos acerca precisamente porque no caminamos en la niebla de lo vago e impreciso, sino con la conciencia clara de los límites.
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«Entré en San Pietro in Vincoli a la caída de la tarde. La iglesia estaba medio a oscuras, sin una alma. No se oía más ruido que el que hacía el sacritán con el manojo de llaves disponiéndose a cerrar la puerta. Acerquéme al brazo derecho del crucero, y al ver el Moisés, a la impresión que sentí se mezclaba el asombro, un terror inexplicable.
Parecíame que la severidad expresada en aquel mármol con rasgos tan enérgicos pertenecía a la vida real, y que de aquellos labios fríos iban a brotar palabras de ira. Jamás el arte ha simulado los acracteres del espíritu y la expresión de la vida con mayor intensidad. Aquel mármol vive, aquella cabeza piensa, aquellas manos se van a mover, y aquel corpachón desmedido se va a erguir en su asiento. Y cuando se levante, de fijo tocará con su cabeza el techo de la Iglesia, porque es inmenso, y la grandeza en él expresada aumenta sus colosales dimensiones.» (Benito Pérez Galdós, De vuelta de Italia, 1888).