Una tarde ante la iglesia de San Agustín (Sant’Agostino)
Con una melena gris recogida en una coleta bien peinada y la camisa de grandes cuadros azules fuera del pantalón, iba y venía recorriendo el primer escalón de la escalinata de la iglesia de San Agustín. En la mano izquierda, una bolsa de ordenador se balanceaba liviana haciendo acorde con su pierna derecha. El mentón apoyado en el pecho, parecía que su mirada observara la punta de sus enormes zapatos marrones de buen cuero.
Viéndole pensé, sin saber bien por qué, en aquel dibujo de una boa que se había comido un elefante y que, en otro tiempo, en otra vida, un niño había dibujado. Más allá de las cosas que la luz iluminaba ¿qué había en las sombras y en el contraluz?¿qué pensamientos y sentimientos se escondían bajo la camisa a cuadros?
La tarde, avanzando, cerraba aún más la pequeña plaza sometida a una cierta oscuridad prematura por los pisos sobreelevados.
Junto a la selva de coches aparcados la imagen de aquel hombre sobre la fachada clara como un folio remitía a una historia más grande que el elefante e igualmente escondida en apariencia. A la derecha, una ventana iluminada dejaba ver unas antiguas estanterías de madera bajo arcos que se sólo se adivinan apenas: la biblioteca Angélica.
Entrando en la iglesia de San Agustín.
Altísimas columnas y un cielo estrellado me cobijan.
Justo a la izquierda veo una imagen reluciente de María, como una gran matrona romana, y del niño Jesús regordete a su lado. Múltiples exvotos de agradecimiento, celestes y rosa, rodean las imágenes como un marco barroco.
Al fondo, en la oscuridad, atrae mi mirada una mujer en una pose graciosa, llena de donaire. Parece que me estaba esperando. Y así es. La Virgen de Loreto nos la ha dejado allí Caravaggio, esperándonos.
La Virgen de los Peregrinos
Junto a ella, a sus pies, recién llegadas, hay dos personas: pies sucios del camino y aún con el bastón -bordón colocado entre los brazos, apoyado en el hombro. Las manos, sólo ellas junto con la mirada devota, parecen tributar una adoración suplicante. Todo lo demás, está sacado de un callejón de cualquier esquina romana.
Aquella mujer guapísima y su niño ya no están entre los delicados y colorados paisajes del renacimiento -casi un paraíso en la tierra- ni entre las nubes barrocas de una gloria confusa. Se hace mujer de verdad, de oscuros cabellos mediterráneos, de cuerpo lozano, que deja caer su sombra ante el portal de una casa cualquiera. Una sombra que tantas veces habrá recibido aquella piedra y que parece grabada en ella, como un cuerpo de ausencia. Sombra y dintel comparten el centro de la escena con un descorchón en la pared igual a los de cualquier casa. Un niño ya grandote recibe la adoración y la luz mientras viste con su sombra el pecho de la mujer.
Ella mantiene el niño con desenvoltura y al mismo tiempo con la fuerza necesaria para tenerlo en brazos. El gesto de su pierna parece hablar de otros momentos en que, ante el portal de su casa, se para a hablar con alguna vecina. Está en su ambiente aunque sus pies no toquen apenas el suelo, es el último instante de un descenso, de una aparición que conforta y sostiene. La calma de un día cualquiera, con la simple liturgia de una visita cualquiera.
¡Y dicen que aquel niño es Dios! Y que aquella mujer es la única persona en este mundo elegida para ser su Madre.
Un rincón en la iglesia de San Agustín.
No hay protocolos de corte ni recomendaciones.
No acuden a ella hombres cargados de grandes proyectos, vestidos ricamente.
Sin el relucir de un metal ni el teatro colorado de los grandes salones.
Sin chamberlanes ni ceremoniales, listas, invitaciones, etiquetas ni multitud de luces centelleantes.
La emperatriz vestida de brocado y coronada de joyas o la angelical virgen y madre son historia. Hace falta la historia, tanta, para mostrar con pocos colores, cientos de matices y sombras lo que las cosas son. Esa madre también era una mujer como las demás, ignorada por los ojos de príncipes, sabios, potentes. Hacía falta historia y Caravaggio para que una mujer cualquiera pudiera ser esa madre.
Sin embargo, me doy cuenta que tampoco este cuadro es aquella Madre y aquel Niño. Son la parte de ellos que gracias a la historia, a su largo decorrer, se muestra en un entreacto.
Isaías, pintura a fresco de Rafael y escultura de Andrea Sansovino
Lena y María en la iglesia de San Agustín
No importa que Lena, amada amiga de Caravaggio, se preste como modelo para María. Lena le ha dejado su rostro, su carne a la Virgen si no desde siempre, sí para la posteridad, para nosotros. Una encarnación artística en la que el inmaculado lienzo no desdeña asumir la materia de color, la forma de un caduco y maravilloso cuerpo, con un alma creada por las manos, el sentir y pensar de Caravaggio. Atrevimientos del querer que crea.
Para mí este es el lugar donde la iglesia se hace casa, también para pecadores con los que el Maestro no tiene reparos en compartir manjar y presencia.
Virgen de Loreto o de los peregrinos en la Iglesia de San Agustín de Roma
En esta iglesia, Tullia, Fiammetta, Lena tenían su casa y este cuadro es un dintel en el que se anuncia su presencia. La Virgen, casa del Dios que la habita recibiendo de ella su calor, su vida en sangre. La casa de Loreto. Casa de vida familiar en la que crecer en sabiduría y gracia, en silencios de trabajo y vida cotidiana. Un lugar al que volver tras las bulliciosas jornadas entre palacios y vida cortesana. La casa que acoge a los que peregrinan en el tiempo: sucios, cansados del camino y los años.
Una casa que luego, ya sin tiempo, sin espacios ni paredes, se ensancha con innumerables moradas inimaginables. Una casa iluminada a la sombra de lo infinito.
En esta casa se enamoró Dios de la humildad de una chiquilla. Todo se hace nada dependiendo en todo de una nada de mujercita que es todo para él. Atrevimientos del querer que crea.
El escenario es un dintel cualquiera. La humanidad peregrina espectante en los dos personajes, los grupos de turistas y caminantes sin rumbo, nosotros.
Y María sale a la puerta, nos espera fuera, anticipándonos:
«la tua benignità non pur soccorre
a chi dimanda, ma molte fiate
liberamente al dimandar precorre!» (Dante, Paraíso, canto XXXIII).
Saliendo de San Agustín
Una esalinata, una iglesia, una ciudad que aún conserva luces y sombras con paredes descorchadas.
¿Cómo dibujaría aquel niño, colorado y grandote, las cosas que veía en esta ciudad?
Durante las celebraciones religiosas no se permite visitar la iglesia.
Visitas guiadas
En enero de 2021 se ha concluido la restauración de la decoración de mediados del siglo XIX de Piero Gagliardi por lo que la iglesia se puede admirar en todo su explendor.
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