Espectáculos en el Coliseo: Venationes
El día había sido muy intenso. ¿En verdad había sido sólo un día? Aquella experiencia tenía un peso mucho mayor. Luego de una buena cena, el tabernero nos aconsejó un lugar cercano donde poder pasar la noche. Ya relajado en mi estancia privada, me acerqué hasta la ventana. Allí me reencontré con el Anfiteatro, ahora tranquilo y silencioso. Pero, a diferencia de otros edificios, parecía seguir vivo y despierto. Sabiendo que los romanos volverían de un momento a otro, sin poder evitar su atracción, y él estaría listo. ¿De verdad aquel océano dentro de sus muros desaparecería como si nada de un día para otro? Con esos pensamientos en mi mente, me fui a dormir.
La noche antes de un nuevo espectáculo en el Coliseo
Rugidos, metal, carros, gritos. Abrí los ojos en mitad de la noche pensando haber despertado de alguna pesadilla. Recordé las expediciones por el desierto que había hecho de joven con mi padre en la provincia africana y las fieras que allí habitaban. Aquel ruido se volvió a repetir. No estaba soñanado pero, ¿cómo podía escuchar aquellos gritos salvajes en medio de la noche? ¡Y en el foro! Me levanté ya totalmente despejado y me asomé a la calle desde la ventana.
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Un largo comité se desplazaba por una via en dirección al Anfiteatro Flavio iluminado por varias decenas de antorchas. El grupo formaba dos filas laterales con un gran espacio en su interior. Aunque no se apreciaba con claridad, pude distinguir que aquel espacio estaba reservado a grandes y numerosas jaulas tiradas por caballos y hombres que supuse esclavos. Era difícil ver lo que esas jaulas escondían, lo que estaba claro era su gran peso ya que el grupo avanzaba con lentitud.
Un brutal rugido que atravesó la oscura noche me puso los pelos de punta. Era obvio que había salido de aquella comitiva… ¿acaso aquellas jaulas acarreaban bestias? Pero… ¡¿de qué tamaño?! La mayoría de estructuras que arrastraban aquellos hombres lucían enormes en extremo. Inmediatamente se me vino a la cabeza lo que había estudiado de pequeño en Alejandría sobre Anibal y las bestias con las que había atravesado montañas y aterrado a la propia Roma. Ahora sí que estaba empezando a soñar. Decidí no darle más vueltas y volví a dormir.
La mañana del espectáculo en el Anfiteatro
Otro sonido muy diferente me despertó por la mañana. Unos golpes en mi puerta me hicieron abrir los ojos y descubrir un sol radiante. Las primeras horas de la mañana se habían ido. El líder de mi guardia se encontraba detrás de aquellos golpes
– ¡Decimus, señor! ¿Señor?
– ¡Marco! ¡Por Júpiter! ¡¿Qué hora es?! Deberíamos estar ya en el anfiteatro. Pasa, pasa.
– Disculpe, Julio y Claudio han intentado despertarlo antes pero no recibían señal alguna por su parte. Me estaba empezando a preocupar y he venido yo mismo. Los juegos ya han comenzado.
– Olvídate del desayuno, ¡vamos!
Casi vistiéndome mientras salía de mi estancia, pagué la cuenta y nos fuimos a la carrera a aquel edificio donde todo el mundo conocido posaba sus ojos. Sólo unos días más tarde, ya en Alejandría, me di cuenta de todas las maravillas entre las que habíamos realizado aquella carrera. El Foro en plena luz matinal, lleno de vida, donde los dioses se alojaban en los mejores templos y donde quizás algunos de los peores hombres, a escasos metros, hacían los más ruines y mezquinos negocios.
Los pocos días que estuve allí me sirvieron para saber que aquel era un perfecto retrato de lo que era Roma. Sin embargo, sí hubo un lugar en el que esa carrera (al menos en mi mente) se pausó por un momento y me mantuve intemporal, como él, a observarlo. La Curia Julia. Edificio sagrado no por los dioses que allí se adorasen sino por algo igual o más sagrado que eso: ahí residían el alma y la tradición romanas. Su ley. El lugar elegido por Julio César para albergar las sesiones del senado y que en teoría seguía legitimando el imperio.
Todavía en la actualidad, los romanos caminan por el foro admirando la Curia Julia.
Pero en aquel día yo seguí corriendo hasta entrar en el colosal ‘’doble teatro’’ sin pensar en todo aquello. Miré a mis hombres, no cumplían órdenes, estaban tan atraídos y ansiosos de volver a ese lugar y descubrir lo que allí nos esperaba que ese era su único pensamiento. Con una simple ojeada lo supe. Esa obstinación y prisa desaparecieron al momento cuando, subiendo las escaleras hacia las gradas, aquel fresco particular y el vocerío que encogía el estómago nos recibieron. Ahora caminábamos.
Me adelanté despacio, emocionado y silencioso. Al cruzar al otro lado, la luz de un pletórico sol me absorvió de nuevo y el sonido de lo que me pareció un millón de voces ensordecieron mis sentidos. Miré a ambos lados y me pregunté inocente si quizás ese pensamiento no estuviese errado. Me paré a continuación a observar las caras de los que allí se paraban. Caras de furia, de alegría, gente que aplaudía y gritaba totalmente entregada y metida en el espectáculo tanto como si estuviesen en la misma arena. Aquello que escuché gritar, prefiero no compartirlo. Perdido en estas caras, me pregunté qué provocaría este tipo de reacciones tan extremas. Volví a mi razón y me di cuenta de dónde estaba, miré a la arena… ¡la arena! ¿Y los barcos? ¿Y el mar que había visto ayer mismo ahí donde ahora miraba?
Espectáculos en el Coliseo: sangre y arena
La arena… la observé abrumado. Marrón y roja por igual, vivos y muertos por igual, hombres y bestias por igual. El sol caía sin piedad en aquel escenario, alcé de nuevo la mirada y vi las velas de lo que podría ser una flota romana completa que comenzaba a desplegarse en el cielo. Multitud de esclavos comenzaron a maniobrar de manera totalmente orquestada un espectáculo que podría ser tan digno de admirar como el que ahora tenía lugar metros abajo. El gentío parecía no sorprenderse, debían estar ya habituados, pensé. En pocos minutos, un mar de blancas velas cubrió el sol protegiendo al inmenso graderío de su fuerza.
Recreación de la arena original en el Coliseo, lugar de los espectáculos dentro del Coliseo.
De nuevo me había perdido en mis pensamientos y, boquiabierto, me había distraído de lo que en la arena acontecía. Volviendo mi vista a ella, lo primero que centró mi atención fue una bestia gris, de un tamaño superior al de un toro o un caballo. Desde mi posición no supe distinguir con claridad si era más alta que uno de estos. Sin embargo, parecía que podría doblar a un toro en peso y sus movimientos eran de una rapidez soprendente dado su volumen. Pero al contrario de éste, sus cuernos no estaban en los laterales de su cabeza, si no que era uno solo, de unas dimensiones mucho mayores y se encontraba en mitad de su cabeza, como si de su nariz se tratase.
Hombres y fieras en la arena
Esta corría ensangrentada lista para embestir a un hombre únicamente vestido con una falda de cuero que empuñaba un escudo y una lanza. Aquel guerrero cargó su brazo para lanzar su arma contra aquella fiera pero, antes de que pudiese hacerlo, respiró el último aire de su vida atravesado por aquel cuerno. El público explotó en un estallido de celebración y pura adrenalina. Aquellas personas parecían totalmente felices disfrutando de aquel momento como no habían disfrutado nunca. Pronto un par de felinos, uno de ellos un león, saltaron sobre el cuerpo inerte del luchador para darse un festin. Otro hombre, este más protegido por su vestimenta pero portando dos espadas cortas como único escudo, salió a su paso. Con un coraje y una fuerza impresionantes, abatió al primero como si de una hormiga se tratase.
Relieve perteneciente al templo de Vespasiano representando un ánfora decorada con un espectáculo de venationes en el Coliseo: un hombre con una lanza ante dos grandes felinos y la lucha de un rinoceronte con un toro.
El segundo animal no reculó. Era de una mayor envegadura, tenía un cierto color anaranjado con rayas negras y se movía con gran velocidad. En mi vida había visto nada parecido y, a pesar de su reciente victoria, daba a aquel valiente por perdido. La bestia saltó sobre el luchador y, por algunos segundos, los dos se hicieron uno en el suelo. El silencio fue total hasta que, desde debajo de la bestia, la figura del combatiente salió con victoriosa lentitud apartando el cuerpo ya sin alma de aquel felino. El júbilo volvió a hacer temblar los asientos con una potencia que ponía los pelos de punta y aquel ruido comenzó a unificarse en una sola voz que coreaba el nombre de su ídolo. Podría escucharse en Alejandría, pensé.
Aquel héroe del pueblo fue el último en quedar en pie. Pero rápidamente muchos otros le hicieron compañía. Se miraban unos a otros, confusos. Como de la nada y dejándome los ojos como platos, el mayor animal que hubiese podido imaginar apareció en el escenario. ¡Y eran tres! Pero… todo encajaba con la descripción que había estudiado. ¡Elefantes! ¡Las bestias de Anibal! Lo que allí ocurrió fue una cacería. Aquellas bestias eran enormes, pero la cantidad de hombres armados era muy superior. Continuamente lanzas y flechas se clavaban en los gigantes grises que, brutalmente, mataron a su vez al menos a una decena de lo que ahora eran cuerpos totalmente desfigurados. Aquella visión hizo que diera gracias por no haber desayunado.
Departures of the Cats from the Circus, de Jean-León Gerome. Los espectáculos en el Coliseo como las venationes convertían su arena en un trágico lugar de muerte. Eran munera, sacrificios en los que la vida de cada uno contaba muy poco ofrecida como espectáculo a Roma.
Todo había terminado. Numerosos esclavos retiraban la variada y numerosa cantidad de seres inhertes que yacían en el centro del anfiteatro. Observé cómo la gente, tranquilamente, comenzó a acomodarse mientras sacaban su almuerzo y comían con calma. Indiferentes a la matanza frente a sus ojos. Mirando la grada y la arena, me pareció una mezcla de lo más increíble. Eran dos escenarios completamente diferentes. Aquellas personas disfrutaban de su comida, charlando entre ellas, comentando el espectáculo que acababan de presenciar. Familias y amigos compartían un momento de comunidad ante un escenario lleno de muerte con la misma felicidad y tranquilidad con la que yo disfrutaría de una cerveza frente a un atardecer en el puerto de mi querida Alejandría. Pronto, al verme algo confuso y solitario, un joven que parecía estar con su padre me ofreció un bocado.
– Salve, ¿no ha traído nada para comer?
– Gracias, joven. No, la verdad es que no tengo mucho apetito. Lo que acabo de ver me ha dejado sin habla y sin hambre.
En ese momento, su padre (o eso creía) entró a la conversación.
– Siempre hay que traer el almuerzo al anfiteatro, uno puede perder su asiento o alguno de los juegos si se va a casa. ¿Ha visto cómo Adriano ha destrozado a ese tigre? ¡Es mi favorito! Las venationes son el mejor espectáculo, hay que tener muchas agallas para hacer frente a esas bestias. A mi hijo le gustan más los gladiadores. Después de las ejecuciones será su momento.
– ¿Ejecuciones? Disculpe mi desconocimiento, estoy todavía abrumado con todo esto. Vengo desde Alejandría para poder ver el Anfiteatro Flavio en persona. Todavía no he podido asimilar la naumaquia que vi ayer… todo esto es más grande que cualquier cosa que haya podido leer o incluso imaginar.
– ¡Ah! Así que es por eso que tienes esa sorpresa en tu rostro. Lo que estamos viviendo aquí es historia, alejandrino. Los milenios pasarán y las gentes futuras hablarán de este edificio y sus 100 días de juegos inaugurales. La tierra podría caerse y este coloso seguiría en pie.
– ¿Antes mencionabas unas ejecuciones, de qué se trata?
Fue el hijo el que contestó esta vez.
– Ahora es el turno de que las fieras tengan su victoria. Prisioneros de guerra y condenados pagarán su pena en sus fauces. También es su hora del almuerzo.
La normalidad con la que aquel chico hablaba de aquel evento no dejó de sorprenderme. En Alejandría, como en cualquier otra parte de Roma, también existía la pena de muerte. Sin embargo, hacer de ella un espectáculo tal no era algo que yo estubiese acostumbrado a ver. Pero como romano que era, sabía que ese tipo de cosas eran propias de nuestra sociedad. Aquel joven, al igual que su padre y las miles de almas allí presentes, degustaron su comida mientras miraban felices cómo aquellos condenados se convertían, a su vez, en comida.
Cuando todo hubo terminado. Un silencio inédito se hizo en aquella ciudad presente ahora en unas gradas capaces de acogerla. La gente contenía el aliento. No lo entendía, parecían nerviosos. Un fuerte sonido, de un instrumento como iniciando una marcha militar, lo rompió. Los gladiadores.