«Nada es Sant’Angelo sino frente al Vaticano, nada San Pedro sino presidiendo a la ciudad eterna, nada los museos, los bronces, los mármoles, sino almacenados aquí donde vivieron, reinaron y fueron dioses; todo ello es nada si no lleva sus rumores y sus recuerdos el Tíber.»
Así nos describe Roma y su relación con el Tíber nuestro querido Unamuno en un diario de su viaje a Italia. Roma o Rumen, es un canto rodado, una palabra que indica el correr del agua. El Tíber y Roma se identifican en su curso. Su nombre, como el de Keats que en la ciudad reposa, está escrito en el agua.
El Tíber, como muchos de los ríos de Italia, tal y como nos decía Virgilio en sus Georgicas, son los que unen la belleza del paisaje a lo mejor que los humanos crean:
«Fluminaque antiquos subterlabentia muros.» Los ríos discurren a los pies de antiguos muros. Y cuando los muros son los de una ciudad como Roma, su río es yacimiento de bellezas que acaban naufragando en las batallas de su historia.
Es más, el río de Roma es un ‘adivino’ y anunciador de grandes novedades con sus inundaciones, como la de 1870. Justo ese año, Roma pasó a ser capital de Italia. De hecho, sus inundaciones eran famosas desde la antigüedad, como nos lo comentaba Horacio en sus Odas (I, 2):
«Vidimus flavum Tiberim retortis
litore etrusco violenter undis
ire deiectum monumenta regis
templaque Vestae»
Hemos visto al rubio Tíber
desde la orilla etrusca con olas revueltas
ir a volcarse con violencia contra el monumento del rey
y el templo de Vesta.
El Tíber, lo fugitivo, permanece y dura.
Siglos y siglos de historia geológica han ido abriendo el surco del Tíber atravesando el centro de la península italiana. Su cuenca es muy amplia, recogiendo aguas que alimentan el tercer río más largo de Italia. Cuando llega a Roma, falta poco para que se entregue al mar Tirreno. Discurre lleno, comodante, pero también impetuoso cuando sobre él parecen buscar cauce todos los excesos del clima.
Su fluir es lo más permanente. Más firme la corriente de sus aguas que tantas calles, columnas y hasta colinas. Quieta contra esa constante corriente, sin llegar nunca al mar, la barca de la Isla Tiberina, sigue siendo un símbolo de una Roma que viven en medio de su río.
Buscas en Roma a Roma ¡oh peregrino!
y en Roma misma a Roma no la hallas:
cadáver son las que ostentó murallas
y tumba de sí proprio el Aventino.
Yace donde reinaba el Palatino
y limadas del tiempo, las medallas
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades que Blasón Latino.
Sólo el Tíber quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya sepultura
la llora con funesto son doliente.
¡Oh Roma en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme y solamente
lo fugitivo permanece y dura!
Son palabras de Francisco de Quevedo para mostrarnos qué buscar en la ciudad. No nos encontraremos en pie las antiguas construcciones. Quedan como destrozos en los que no se halla Roma. Sin embargo, la grandeza y hermosura siguen presentes pero no en lo firme sino en lo que huye como el agua entre nuestras manos.
Si Ovidio se preguntaba qué habría mejor que Roma (‘Quid melius Roma?’), pregunta retórica destinada a no tener respuesta, lo mismo puede pasar con nuestras ansias de firmeza y seguridad. Si esto ocurre a Roma, los que peregrinando nos acercamos a ella, hemos de buscar en el Tíber, en su corriente, lo que mejor representa a la Ciudad Eterna: el fluir constante de historias, eventos y vidas.
Julio César, Garibaldi y el ‘Biondo Tevere’
En la antigüedad
El Tíber siempre estuvo en la mente y los ojos de los romanos, como amenaza u oportunidad. En cada época, según las posibilidades y población de Roma, requería cuidados especialmente dedicados. Ya Augusto había creado 5 personajes encargados de vigilar y cuidar el río. Eran los ‘curatores riparum et alvei Tiberis.‘ Con la decadencia de Roma y la pérdida de habitantes, también estos cuidados fueron quedando en el olvido y el título de ‘Pontifex’ quedó convertido en una bonita metáfora. Una buena prueba es que hasta la creación de Puente Sixto a finales del siglo XV sólo el puente Elio (ponte Sant’Angelo) y, más al norte, el Ponte Milvio, servían para unir ambas orillas.
En la Roma papal
Aunque el obispo de Roma y máxima autoridad política en la ciudad tenía el título de ‘pontifex’, constructor de puentes, durante muchos siglos el tráfico y atención hacia el río quedó en un segundo plano. Un cambio muy importante se dio con el papa Inocencio XII Pignatelli que mandó construir el Puerto de Ripagrande destinado a los barcos que remontaban el río desde el mar. Un poco más tarde será Clemente XI Albani quien decidirá la creación del Puerto de Ripetta ( 1703) para el tráfico con Umbria y la zona de la Sabina.
Tiempos modernos
Uno de los grandes espectáculos, en la ciudad en el siglo XIX, fue asistir al transporte de gigantescas obras por el río Tíber. No solo navegaron por el río los obeliscos de villa Torlonia sino también las 6 columnas de alabastro traídas desde Egipto para la reconstrucción de la parte interior de la fachada de la basílica de San Pablo tras el gigantesco incendio que la destruyó. Estas columnas fueron transportadas en 1840 por Alessandro Cialdi, Jefe de la Marina Pontificia y cuando las acaricio parece que aún conservan el recuerdo del largo viaje. Tacto fresco de un Tíber que las ha traído.
Dos años más tarde llegará al Tíber una flotilla con los 3 primeros barcos a vapor. Llegaron a Roma con un viaje que salió de Londres, atravesó Francia utilizando ríos y canales, para desde Marsella poner rumbo a Ostia.
Siempre a través del río llegarán también hasta esta zona de San Paolo las 150 columnas de mármol. Un viaje que duró 4 años desde el norte de Italia hasta llegar a Roma. El Tíber fue un importante camino para la construcción de Roma.
Las murallas, problema y solución
Desviar el Tíber para que no inundase la ciudad en sus crecidas invernales es un sueño que va desde Julio César hasta Giuseppe Garibaldi en 1875. Tras las graves inundaciones de diciembre de 1870, finalmente se decidió crear una comisión para encontrar una respuesta a este gran problema de la ciudad. Aún hoy, con mirada atenta, vemos en numerosos lugares, placas que nos recuerdan hasta qué nivel llegaban las aguas cubriendo las calles del centro de Roma. ¡En la zona del Panteón llegó hasta una altura de 14 metros!
La solución vendría con el proyecto de Raffaelle Cannevari que propuso la construcción de los actuales murallones (i muraglioni) que lo aíslan de la ciudad.
El Tíber, o como lo llaman los romanos, Il Fiume, hasta entonces siempre estuvo visivamente al alcance de los romanos. Ciertamente, solo se asomaban a sus orillas los pescadores, molineros, algunos jóvenes que iban hasta las playas, barqueros y quizás algún artista de vez en cuando. El río se hacía presente con sus crecidas y a la hora de transportar mercancías de norte a sur. Sin embargo, tras la construcción de las murallas, se abrieron dos grandes avenidas que recorren ambas riberas. Son los famosos ‘Lungotevere’. En ellos, además, tienen sede numerosos círculos deportivos que convertirán las orillas del río en zonas de recreo.
El Tíber no es una serpiente
El río es una de las divinidades protectoras de Roma, lugar de ninfas y unido indisolublemente a los dorados tiempos de Saturno, cuando fue acogido por Jano en su colina. Fuentes y animales son sus aliados, siendo él quien da inicio a una historia que seguirá corriendo como sus aguas a los pies del Campidoglio y el Palatino.
Rómulo mató a Remo.
Marte ilumina el cielo romano
y las alas plateadas de las gaviotas.
Uno recorre las orillas del Tíber
se ampara a una virgen pagana
busca la higuera sagrada
miel de lactancia
que alimentó los cimientos
de la urbe.
Encuentra la cesta vacía
(de Vesta solo queda
un templo en ruinas)
hay hedor a rata embotellada
espuma amarillenta
polímeros
arbustos intoxicados.
Uno recorre los muros de contención
como lagarto suicida
se ampara a un vértigo adolescente
al vahído de una civilidad ávida
– insoportable –
de aguas turbias
y naufragios.
Marte sigue parpadeando sobre el Tíber.
El Tíber no es una serpiente.
Rómulo juró matar
a aquel que traspasara
los limites urbanos.
Uno cruza el puente más antiguo
y escupe hiel en la corriente.
¿Habrá la loba engullido la esperanza?
¿Quién insiste irrespetando los confines?
(Poesía de Zingonia Zingone).
Un evento dedicado al Tíber
«Ille ego sum Tiberis toto notissimus orbe» (Yo soy el Tíber, conocidísimo en todo el orbe). Así escribía Joachim Du Bellay en el siglo XVI y para que no disminuya su memoria y su fama, lo festejamos En Roma.
Cada año, en otoño, se celebra el ‘Día del Tíber‘ o Tevere day, con muchos eventos gratuitos a lo largo de las orillas del río de Roma. ¡No te lo pierdas!