Mañana en la batalla piensa en mí. Parece decirme por cada poro y arco, este gigante. Sin pronunciar palabras, su presencia enorme me acompaña donde quiera que vaya en Roma. Es el lugar del corazón al que volver cuando más arruinado, cansado o incapaz me siento.
Puede parecer extraño porque lo asociamos siempre a largas colas, a entradas que no conseguimos, a numerosos grupos, a poca ‘paz’. Y, sin embargo, su presencia, cada vez que lo veo o incluso sin verlo, me habla de que algo enorme, atractivo, destinado a la eternidad. A mí también me maravilla que sea mi lugar del corazón a pesar de estar construido en época de esclavitud, con dineros de guerras y conquistas, escenario de espectáculos sangrientos. Todo lo que me parece más alejado e incluso que no considero digno de ser humano se me hace presente pero sin vergüenza.
Creo que me consuela pensar que si todo ello, en sus ruinas, me saluda como un gigante bueno, es que el ogro que podría ver dentro o en los demás, también puede convertirse en un enorme compañero, un lugar entrañable. El Coliseo cura porque el dolor de sus años mozos, la impresionante arena, los miles de espectadores enardecidos, parecen redimidos por el tiempo, el olvido y las imponentes ruinas hasta recuperar una nueva vida en su rejuvenecida vejez.
Ritmo y circulación
Cada arco es un latido, una sístole de columnas y diástole de espacio, sin final, en un ciclo que se mantiene con un ritmo alegre. Por ellos, entran y salen la gran circulación de gentes que luego se distribuyen por todas las arterias de Roma, cada uno recorriendo la ciudad con el aire traído de la propia tierra. Lugar del corazón por ser centro que nos recoge a todos y desde el que todos salimos para nuestro camino.
En sus paredes, si presto atención, soy capaz de sentir el latir de los siglos, de tantos soles, de miedos e ilusiones, la aceleración de las emociones. Y mi corazón parece adecuarse a ese ritmo por empatía. Corazones al unísono en una armonía que puede existir, que busco incesantemente. Es cierto que pocas veces se da, que cuando la encuentro no siempre dura, pero aquí parece que es real, con el corazón en la mano, sin ambages o límites, a mi alcance.
Un agujero, en lugar del corazón
El Coliseo es sobre todo un espacio, el vacío que llama, la ausencia o, como dice una canción, ‘el agujero que queda’, porque el corazón fue entregado. El Coliseo cura como conciencia de lo que di, de lo que ya no está y está bien que así sea. No es una ausencia nostálgica, sino rica de historia, que me habla de lo que él ha ido dando, despojado no solo de su piel de mármol o sus estatuas, sino, sobre todo, de su función. Un corazón de Roma entregado y quizás por eso, indestructible, puro espacio purificado por la abertura hecha con la lanza de la memoria y, por tanto, sin tiempo, ya sin prisas, me espera siempre.
Para mí, visitar el Coliseo es entrar en esos espacios vacíos, pero llenos de fuerza, heridas que el tiempo provoca, pero que siguen cumpliendo con su inicial misión: un lugar construido y entregado para que esos ríos de gente, auténtica sangre de Roma, se pudieran reunir y recibir impulso.
La antigua arena no está manchada con sangre condenada, está vacía de esa cruel circulación para que nos podamos acercar sin temor, sin culpas, sin castigo. Para curarme en este lugar del corazón, el espacio, los arcos, el aire, la osmosis entre interior y exterior, con muros que no cierran, son fundamentales.