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Fue el 17 de marzo de 2025 cuando Raúl, mi amigo, se sentó por última vez entre nosotros. Lo recuerdo como si fuera hoy. Fue al salir de Santa María Sopra Minerva cuando una vez en lo alto del hotel Marriot ante el Pantheon, decidió pasar el resto de su vida sin tocar el suelo, pasando de un tejado a otro. Las terrazas serían sus islas surcando la superficie de los techos de Roma.

Yo empecé a llamarle mi ‘barón rompante’ pues seguía las huellas o, mejor dicho, los saltos, del ilustre Barón Rampante que nos regaló Italo Calvino. Eso sí, en vez de por las copas de los árboles, sus andanzas serían pasando entre terrazas, tejados, cúpulas, antenas y chimeneas de todo tipo. Fuera como fuere, lo tenía claro. No volvería a tocar tierra, sino que viajaría por las alturas de Roma.

terraza sobre el panteon y cupula sant ivo sapienza
Vista de la cúpula del Panteón desde la terraza del hotel. Ante este espectáculo se comprende el deseo de mi amigo por quedarse en lo alto de la ciudad.

Poder observar sin ser visto. Ignorar el miedo a la altura y agenciarse para obtener de todo, lo mejor, sin tener que descender. Aprender a vivir con el cielo por tejado defendiéndose de las inclemencias en refugios de fortuna. Saber en qué tejas confiar y ser capaz de escuchar las secretas confidencias de los patios. Dejar que el bullicio sea un indescifrable eco lejano. Esperar que las nieblas más metálicas, pesadas, no suban, como el Tíber en otros tiempos, ahogando, enlodando, invadiendo ventanas, puertas, y cubriendo incluso ese suelo de techos de la ciudad. Estos, entre otros, fueron los motivos que lo animaron en esta aventura.

Primeros pasos, primeras terrazas

Aún no había aprendido a caminar sobre los hilos de la luz para pasar de un edificio a otro, por lo que al principio tuvo que acontentarse con explorar la manzana de edificios que formaban la isla de los dominicos entorno a Santa María. No hay grandes muros de separación pero aún no conocía el difícil equilibrio de las tejas y el saber que daba la experiencia. Así, lentamente y con muchísimas precauciones, se dirigió en dirección noreste hacia un estrecho y largo techo. Era el tejado más cercano y desde allí podía contemplar las salas de lectura y los depósitos de la Biblioteca del Senado.

No lo sabía, pero la ventura iba guiando sus pasos mejor de lo que podría acertar. Descubrió con mucho placer que la mayor parte de los tejados en Roma tienen muy poca inclinación o son terrazas llanas. Además, en ellos hay muchas buhardillas y terrazas escondidas en las que poder hacer una pausa e incluso encontrar refugio. De esta forma, encontró lo que, durante varios meses sería su base segura: una pequeña terraza cuya vieja puerta sin cerradura daba acceso al local técnico de un ascensor, con minúsculo baño adosado. Allí pasó su primera noche de aquella fresca primavera.

antenas sobre los techos de roma
Una de las dificultades que encontró en sus andanzas por las terrazas de Roma era poder avanzar entre la selva de antenas y cables que parecían crecer salvajes y sin orden.

Cambiando perspectiva

Poco antes del amanecer se levantó lleno de frío y entumecido por la dureza del suelo, pero feliz de haber estrenado su nueva vida. Pudo asistir con esta esperanza al nacer de la luz que se asomaba a la ciudad entre las alturas de Villa Medici y del Palacio del Quirinal. Nada de lo que contemplaba lo asustaba y todo le parecía dedicado a él.

Ver plaza san Macuto y la del Burrò desde lo alto, con las primeras luces del día, le dio una ligera sensación de vértigo. Tendría que acostumbrarse a contemplar todo como las palomas, gorriones, gaviotas, mirlos y cuervos que lo acompañarían desde entonces. Lo bueno es que todos los edificios no tenían una gran altura. Varias cúpulas y alguna que otra azotea cubierta que aquí llaman ‘altana’, surgían aquí y allá sin suponer grandes obstáculos ni imposibles desafíos. Estaría a esa altura de las famosas 7 colinas, entre 30 y 50 metros, que le permitirían alejarse sin perder la capacidad de oír y ver con detalle lo que pasaba en los valles de las calles y plazas.

Además, había notado que muchas de las fachadas, estatuas y decoraciones que se podían admirar desde la calle, se le mostraban sin maquillaje. Se quedó cautivado por una intimidad que no compartían en público. Era capaz de vivir también detrás del escenario. Allí, los actores que aparecían con vistosos ropajes y prestando su rostro a personajes de la historia, dejaban ver el material del que estaban hechos, las heridas del tiempo e incluso la vanalidad de sus formas.

Tejados San Pedro
Estatuas sobre la fachada de San Pedro, vistas de espaldas, desde el lado que no vemos desde abajo, desde Plaza San Pedro.

A la luz de esa primera mañana sobre los tejados, Raúl se había dado cuenta de que, al igual que los edificios y fachadas, todos tenemos una espalda. Son lugares y ámbitos en los que nos despojamos de las apariencias. En esos tejados Roma se nos desnuda en una forma natural y sin ostentación. Contemplamos su lado B y, sin rostro ni otros rasgos, nos enseña que así nos asemejamos más a cualquier otro. Curiosamente en lo más alto podemos encontrarnos con lo más privado. Allí se pone de manifiesto la pasta de la que todos estamos hechos e incluso nuestras verdaderas dimensiones que revestimos para estar ‘presentables’ y para que los demás nos encuentren atractivos.

Tender la mirada

Si, como decía José Ángel Valente, «el amor está en lo que tendemos», la vista desde las terrazas y tejados, se siente enamorada. ¡Qué rápido llegó el ocaso de aquel primer día pasado por todo lo alto! Cuando se quiso dar cuenta, ya el sol había desaparecido tras la gran cúpula de San Pedro y tendía hacia mi amigo un sendero de luz que llevaba hasta un lejano horizonte. Siguiendo esa luz, él era capaz de tender su mirada y mantenerla allí todo el tiempo que quisiera. Iría más allá de lo que yo o cualquier otro podríamos hacer subiéndonos a algún mirador, en la calle o luego entre cuatro paredes. Allí había encontrado su amor, su querer, y quizás por eso no se cansaba de contemplar, como el cielo y el mar, una Roma tendida a sus pies.

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