Alejandría, Egipto. Roma. Siglo I d.C.
La mañana había sido una de las mejores de los últimos tiempos. Varios de mis barcos habían llegado sin problemas desde Hispania con materias por las cuales sacaría una gran cantidad de sestercios. El ambiente del puerto y de la provincia africana eran de mi agrado. La cultura romana no llevaba mucho tiempo en estas tierras por lo que todavía no estaba muy arraigada. Sin embargo la población, muy variada, ya había podido contemplar el poder de Roma y su aceptación era algo a lo que no tenían opción. Desde que Julio César la unió al imperio, mi familia ha estado en Egipto trabajando en la construcción de nuevas infraestructuras para explotar al máximo sus recursos y ponerlos al servicio de Roma.
Luego de coger el lugar de mi padre, decidí utilizar nuestra riqueza para invertir en el comercio naval aprovechando la buena posición de Alejandría y la moda egipcia que se expandía rápidamente por todo el imperio. Pero yo sabía que aunque fuese ciudadano romano y estas tierras fueran nuestro suelo, Roma era el centro de todo y, su belleza, algo que ningún escritor en la historia habría podido plasmar con justicia. Pues todo el que era lo suficientemente afortunado de contemplarla, afirmaba que las palabras no bastaban. Mi padre siempre me lo había dicho y mi sueño era formar parte de aquella ciudad que daba nombre a casi la totalidad del mundo conocido. Alejandría era muy bella, pero esas historias la situaban muy lejos del nivel de Roma. ¿Podía tal cosa ser cierta?
Soñando Roma
Durante los últimos años, un tema había superado en popularidad a todos los que se comentaban en nuestro mundo. La construcción del Anfiteatro Flavio, el mayor edificio conocido y por conocer, había llegado a su fin y los festejos con motivo de su inauguración estaban en plena celebración. Un período que se alargaría hasta llegar a los 100 días con espectáculos de todo tipo.
Estaba acostumbrado a escuchar descripciones de la ciudad central del imperio y sus maravillas. ‘’Decimus, toda exageración, cuando se habla de Roma, es la realidad’’. Esa solía ser la respuesta que mi padre me daba cuando yo intentaba confirmar los rumores que me llegaban sobre sus calles y monumentos. Y esa fue con la que me quedé. Pero, en el caso del Anfiteatro Flavio que Vespasiano había iniciado hacía algo mas de 5 años y que su hijo Tito acababa de inaugurar, las descripciones tenían que ser exageradas de verdad. Era imposible que el ser humano pudiese crear algo semejante.
Arco de Tito sobre la via Sacra en el Foro Romano. Construido para conmemorar sus victorias en Judea.
Al menos, en Alejandría había estado a una cierta distancia de los turbulentos años que precedieron a la llegada de Vespasiano. Pero, finalmente, parecía que el nuevo Imperator había traído la paz y la unidad al imperio y ésta continuaría con su hijo y heredero Tito. Tras reflexionarlo durante esa noche, decidí que el momento había llegado.
Dejaría a mis hijos el control de mis funciones en Egipto y la supervisión de mis negocios en Alejandría y zarparía a Roma para poder vivir aquel acontecimiento histórico que era la inauguración del anfiteatro Flavio. Había escuchado que todavía quedaban unos 30 días de juegos. Era la ocasión perfecta para conocer la ciudad que dominaba la tierra. Según mis cálculos y las noticias llegadas al puerto aquella mañana, sería capaz de dejar todo listo y llegar a Roma cuando aún restasen unos 10 días de celebraciones.
Viaje al centro del mundo
El día llegó rápido y, cuando pude darme cuenta, había desembarcado en Ostia y me encontraba en un carro dirección a Roma. El viaje en barco fue una continuo arrojamiento de leña al fuego de mi impaciencia. Los marineros y el capitán no dejaban de contar historias de fieras jamás antes vistas que luchaban contra hombres hasta que uno de los dos caía sin vida. Otros comentaban que cuando el anfiteatro se llenaba, las calles de Roma se vaciaban dejando al Coloso a solas en lo alto de la Velia. El Coloso era una estatua de Apolo de dimensiones colosales que previamente representaba a Nerón a la que Vespasiano había cambiado la cabeza por la del dios romano.
El capitán me juró por Minerva que allí se celebraban auténticas batallas navales. Tal era la construcción que podía albergar el propio mar. Por supuesto, no le creí. Los capitanes eran muy dados a inventarse hazañas acerca de feroces luchas contra monstruos marinos en los confines más remotos y desconocidos. Uno de los miembros de mi guardia personal me aseguró que había escuchado historias sobre los mejores gladiadores jamás vistos, seres superiores al hombre que se enfrentaban a muerte en aquella arena. Seres cuya sangre tenía poderes mágicos, que se enfrentaban entre ellos y a bestias venidas de todo el imperio. Sentí que si tan sólo la mitad de todo aquello era cierto… estaríamos ante lo más grandioso que ningún romano hubiese visto antes.
Llegando a Roma
El trayecto en carro, con los nervios y las desbordadas ansias por descubrir finalmente lo que allí me esperaba, se me hizo tan largo como los 25 años que había tenido que esperar para ese momento. Mis guardias me miraban extrañados cada cierto tiempo. Normalmente me gustaba dar indicaciones, comentar la actualidad o charlar sobre las últimas vivencias con ellos mientras viajaba. Tan pronto como entramos en la ciudad, mi boca se abrió para no cerrarse. Sin embargo, no hubo palabra alguna que saliese de ella. Hasta que indiqué a mis hombres que quería visitar el Circo Máximo antes de dirijirnos al edificio que recibía todas las miradas y las habladurías de la población.
En aquel momento no se estaba celebrando ninguna carrera y el recinto estaba tranquilo. Probablemente toda la ciudad estaría dentro o en las inmediaciones del nuevo anfiteatro. Aquello me dio la ventaja de apreciarlo en su silenciosa magnificiencia. El Circo automáticamente se convirtió en la construcción que más me había impactado en toda mi existencia. Todas esas historias que parecían leyendas que escuchaba de pequeño en Alejadría se quedaban ahora cortas. Así que ese era el poder de Roma… observándolo no quedaba duda de por qué dominaba el mundo.
Vista del Circo Máximo desde el Aventino con el Palatino al fondo.
Una joven plebeya interrumpió mis pensamientos.
– Salve, romano. ¿Acaso está perdido?
– ¿Perdido? En absoluto, vengo de Alejandría para estar precisamente aquí, en Roma. Estoy contemplando su grandeza al observar el legendario Circo Máximo. ¿Sabes cuándo podre presenciar alguna carrera?
– Le pido perdón por mis modales pero siento comunicarle que sí se encuentra perdido. No habrá carreras por un tiempo. Y, aunque las hubiese, nadie iría. Todo el mundo está en el Anfiteatro Flavio. Si se para un momento a escuchar, podrá oír a la muchedumbre desde aquí. Si ha venido desde África a contemplar la grandeza de Roma, allí es a donde debería ir. Disfrute de su viaje.
Aquello me dejó sin palabras de nuevo. Cuando ya no pudo oírme, conseguí articular mi respuesta, casi más para mí mismo: ‘’pensaba que eso era el ruido de la ciudad…’’ Al fin y al cabo, quizás lo era. Según la opinión de mis hombres, se necesitaba la voz de una ciudad entera para recorrer la distancia que aún nos separaba del anfiteatro.
Decidido a dirigirme de manera inmediata al verdadero Coloso de la ciudad, caminé hacia mi compañía para ponerlos en marcha. Tal fue mi sopresa al ver que una vez estuve acomodado en el carro, ellos no me siguieron. Me moría de ganas por ver aquella proeza arquitectónica alrededor de la cual giraba la urbe, no podía esperar más. Al borde del enfado, los acometí agresivo. Ni siquiera me miraban. Como hacía apenas unos segundos, cuando apuntaron aquel dato en mi conversación con la joven romana, su voz era distante. Sus ojos miraban hacia arriba, no al Circo, si no algo más lejos y a una altura superior. Entoces caí. Tan ensimismado como estaba con el Circo Máximo, no me había dado cuenta: el Palatino.
La colina que albergaba los mayores palacios de Roma y a sus mayores personalidades. Entre el magnífico verde de sus patios y jardines un blanco esplendoroso dominaba la colina decorando las residencias con el mármol más reluciente que se pudiera imaginar. Y abarcaba toda la colina. El tiempo que estuvimos ahí parados, sin parpadear, casi como conteniendo la respiración, no podría decirlo. En aquel momento, el motivo principal de nuestro viaje se nos olvidó. ¿Cómo era posible crear tanta belleza? El Circo Máximo dominado por aquella colina era un escenario que ni el mejor Cicerón podría imaginar. Un vocerío nos despertó de nuestro trance. El Anfiteatro Flavio nos llamaba. ‘’Vamos’’, ordené con un susurro, casi avergonzado por haber compartido ese momento de desnudez emocional ante mi guardia. Ellos, todavía conmocionados, se pusieron en marcha.
El Anfiteatro Flavio
Pronto una gigantesca montaña de mármol comenzó a aparecer ante nuestros ojos. La compañía aseguraba que la distancia seguía siendo todavía considerable. Su tamaño escapaba a todo cuanto hubiésemos podido contemplar antes. A medida que nos fuimos acercando, numerosas y brillantes estatuas se hicieron visibles a lo largo de sus paredes. Eran incontables, al igual que sus arcos. Todos los rumores y las invenciones (o al menos así las consideré durante aquellos días) de los marineros durante mi viaje eran ciertos. El griterío se hacía muy fuerte, como si se estuviese en el medio de una batalla. Incluso el olor era muy similar. Sudor, sangre, miedo, gloria. Aquel recinto parecía hecho para albergar al Coloso y a otros seres de su envergadura, no para simples humanos.
La sensación de sentirse diminuto frente al Anfiteatro Flavio (Coliseo) no ha cambiado pese al paso de los siglos, de los milenios.
El bullicio del gentío hizo imposible continuar en carro e hice el último tramo del recorrido a pie. Una vez de allí, ya más cerca, nuestra mayor sorpresa fue observar un edificio todavía en obras. Numerosas pegmatas -nuestros andamios modernos- cubrían gran parte de su exterior, con tramos del edificios todavía (o eso nos pareció) lejanas a su conclusión. Pero… ¿podía esa montaña alzarse todavía más? ¿Acaso esa obra seguiría creciendo y embelleciéndose? Parecía imposible y, aun así, no lo era. Algo normal en Roma, lo había experimentado varias veces en el poco tiempo que llevaba pisando el suelo de su capital.
Ya a su sombra, giré hacia arriba mi cuello para poder apreciar su altura. Nunca antes había experimentado la sensación de sentirme tan pequeño, tanto que daba miedo. Así debían sentirse los enemigos de Roma ante su presencia. Algunos esclavos trabajaban en lo alto de las pegmatas, mientras otros acarreaban piedras que algunos canteros convertían en nuevos elementos de adorno. Aquel coloso estaba aún en su adolescencia… y ya era capaz de maravillar a todo el mundo conocido. Y casi de albergar a toda su capital. ¿Ante qué me encontraba? No era capaz de asimilarlo… sólo quería entrar.
Si quieres revivir estas emociones te aconsejo que participes en nuestra visita guiada en el interior del Coliseo: el Anfiteatro Flavio, de arena a ser él mismo un espectáculo.