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Salir de nuestras fronteras es una aventura, un sueño, una pasión, sobre todo en estos días romanos de zona roja. Dejarme guiar por Javier Brandoli através de su libro El Macondo africano ha sido mi viaje. Se me ha quedado el corazón y la imaginación frescos, lavados con manzanilla.  Salgo a dar una vuelta con la improbable esperanza que puebla mis paseos por Roma: encontrarme por casualidad con un amigo al que la memoria ha convocado. Atravieso el portal y me asalta la sensación que experimento cuando llego a Roma tras un largo viaje. En ese momento me encuentro con la alegría de quien sigue emocionándose al verla. Es la sorpresa de descubrir más de lo que uno siempre ha visto.

libro javier brandoli

Culturas en este inicio de abril

No hay nada mejor que salir para descubrir de nuevo tu casa. Lo mismo me pasaba cuando me iba durante meses para estudiar y volvía con mi familia. El pasillo parecía muchísimo más pequeño y hasta los techos más bajos. La luz parecía exagerada en un piso con ventanas enormes y pocas decoraciones que resaltaban, pobres y cargadas de recuerdos. Ese mundo de 60 metros en el que mi hermano y yo podíamos jugar partidos de fútbol entre la cocina y la habitación, desatar frenéticas danzas de peonzas, realizar terroríficos asaltos en las dos únicas esquinas oscuras o persecuciones a caballo montados sobre nuestras almohadas, se transformaba y, de único protagonista de un monólogo, pasaba a dialogar ahora con los variopintos paisajes, mil tipos de viviendas y objetos de arte que ni remotamente imaginaba. Todos, como el relieve de Palacio Altemps, parecían además estar esperándome para decirme algo.

Yo volvía, cargado de encuentros e imágenes. Y era entonces cuando, al dar una vuelta por esa pequeña casa, se llenaba de memorias que te hacían sonreír justo cuando apreciabas lo pequeñísima que era en relación con un mundo que se iba haciendo cada vez más ancho. Pero también la veía como un lugar con una importancia tan grande cuanto pequeña e indiferente era para el resto del universo.

Dar la vuelta, dar una vuelta… y mirar

¿Cómo habría visto mi casa de la infancia y mi casa en Roma si hubiera acompañado a Javier en su viaje? Leyendo su libro se me han ensanchado el corazón y la vista con el deseo y la imaginación. Poder de un buen escritor que nos lleva a sus vivencias. No quiero ver la duna de Benguerra, quiero que al verla reviva la historia de Javier y la mía.

Porque ver, más que la percepción de imágenes en la retina, es la relación entre la propia vida y lo que se nos pone delante. Ya podemos tener ante nosotros el Coliseo que si no se da esa relación es como mirar por una ventanilla o caminar por las calles en un ‘street view’, como un papamoscas de boca abierta que ve sin estar. En cambio, con ella, incluso una foto nos puede regalar la emoción que sentimos pisando su arena.

Y no hablo sólo de una relación amorosa. Cuando voy a que me ‘vea’ el médico es mejor que no me mire como lo hace mi mujer.  No obstante, una buena ‘visita’ médica, implica no sólo la vista sino todos los sentidos, lo aprendido, lo experimentado e incluso intuido. Cuando entro así en la vida de un médico realmente me ha visto. Luego, si hace falta y para intervenir, análisis.

Aprendiendo a ver Roma

He salido a dar una vuelta por la ciudad en mi inseparable bici. Hacía dos semanas que no dejaba mi barrio debido a un nuevo confinamiento para intentar frenar la expansión y daños de la pandemia. He bajado por Villa Borghese hasta Piazzale Flaminio y cuando me disponía a entrar en el centro de la ciudad por Puerta Flaminia mi imaginación me presentaba el estrecho puente sobre el océano índico hasta la Isla de Mozambique. Ver esta entrada de Roma, tan familiar, puede ser algo nuevo si viene tras un puente que lleva a una isla.

No se trata de una comparación ni, mucho menos, de esa no tan sutil tentación de hacer clasificaciones sobre el grado de ‘civilización’ o desarrollo. Es imposible en cuanto a materiales, naturaleza, urbanística, clima… Es otra historia. Y precisamente por eso lo que cambia es el horizonte. Haber seguido las huellas de un león del desierto a través de dunas, ríos y fronteras, no tiene nada que ver con el peregrino que llegaba a Roma por la puerta norte. ¿O sí?

Viendo leones en los pasillos

Haber visto ese león, contemplar sus paisajes, estoy seguro de que nos haría sonreír con pequeños recuerdos familiares cuando vemos la escultura de un león egipcio, de Judá o Eritrea en nuestra pequeña casa Roma. Sobre todo cambia eso: ¡Roma es tan, tan pequeña! Viviendo aquí, sabiendo de sus historias, conociendo sus rincones, hasta hace unos días me perdía sabiendo que ella siempre me ganará, que nunca la abarcaré. Era, como la casa en la que nací, gigantesca. Y es verdad, ahora me doy cuenta con una vivísima certeza, de que también es cierto lo contrario: es una pequeña gota. Quizás todo esto sucede por aquel dicho renacentista: el hombre es medida de todas las cosas. Con ganas de todo y pudiendo tan poco.

Yo mido con mis seguridades la Roma en la que vivo, juego o voy a hacer la compra. ¡Qué pequeños pueden parecer su espacio, sus jardines, su burocracia ante la experiencia de gigantescas dunas de cardamomo, una borrasca de granizo en medio del mar o un paso fronterizo entre Sudáfrica y Zimbabue! Para ser una buena medida, para ver Roma, sé que tengo que irme lejos y volver. Después de un cierto tiempo es necesaria la perspectiva que da la distancia para no cegarnos con lo inmediato. Lanzar la vista al horizonte.

Así, dar una vuelta por el zoológico de Maputo o por las reservas naturales de Mozambique sé que puede hacerte ver de otra forma la fauna y personajes de la ‘valle dei cani’ o el bioparco de Roma. Aprender a ver es también sobreponer diversidades, perspectivas: saber que es eso y también lo otro.

Mirar de nuevo Roma

Practicar la mirada. Esta recomendación de tener una ‘mirada practicada’ tiene ahora un significado más amplio.

Disfruto mirando con la mirada de los otros. Veo Porta Flaminia y puedo imaginar lo que narran de la reina Cristina entrando por ella. Con José Grave redescubro el imaginario viaje de Persiles y Segismunda hacia Roma. Siento la mirada de María Zambrano que dejó posada en la puerta de tanto mirarla desde su ventana circular allí al lado. Leo la poesía de Rafael Alberti en una placa aparentemente escondida de Piazza del Popolo y luego miro la puerta y veo a Cervantes e incluso al conde de Montecristo en medio de un loco Carnaval.

puesto libros del 'professore' en piazzale flaminio ante puerta flaminia y plaza del Popolo
Puesto de libros del ‘professore’ en piazzale flaminio ante puerta flaminia y plaza del Popolo

Paso y me tienta el tacto de la cruz del año santo en el dintel de la puerta, consumida por los peregrinos y ahora ignorada por los que entran. Buscan otra ciudad. Veo la antigua muralla que sube por el Muro Torto, rajando jardines de una villa romana, un mausoleo imperial, un cementerio de prostitutas y la demora de un príncipe barroco. Una puerta que fue tantas veces nueva, construida y reconstruida, que cada novedad hizo historia. Luego leo la inscripción que recuerda que la ciudad ahora es capital de Italia. Otro papel en otro drama, un nuevo decoro, una nueva arquitectura que derriba o se apropia o construye con nuevas formas.

Todo ello, literatura, pintura, arquitectura, música, historias de personas, están en una puerta y me hacen jugar con ella, meterme dentro de un espacio angusto que para mí es gigante. Ahora, estoy aprendiendo a verla desde un lugar donde ni siquiera saben que existe. La veo con la mirada de un bosquimano y desearía saber cómo se podría contar en la lengua nlu a pesar de que en ella sé que ya todo está dicho.

Miradas vivas

Para que viva una lengua lo importante no es sólo que se conozca su gramática, su literatura o dominar todo el vocabulario sino lo que se podrá decir, su uso en la vida, la lengua practicada.  Para que viva una mirada no sólo basta conocer la sintaxis y morfología de lo que vemos, textos o historias para ver detalles y vidas, es necesario el encuentro, el horizonte que nos espera, un sol de verdad que nos haga ver, un dedo tendido de alguien que vive allí, darse una vuelta.

Con Javier Brandoli he sentido el dolor de una conversación perdida para siempre. Encuentros que no podrán repetirse aunque hubiera rozado la posibilidad. No fueron, no eran más reales que si hubieran estado a miles de kilómetros. Pasar del roce a un encuentro es también aprender a ver. Ver de verdad es pasar del roce al encuentro. No es mirar por la ventanilla.

Dolores y alegrías para ver

Ricardo, el cajero del supermercado de via Po, con su alegría nos hacía mirar de otra forma, sin miedo, disfrutando. No era el roce estrictamente necesario para hacer la compra, era un encuentro. El covid se lo llevó ayer. Sé, por un compañero de trabajo que realmente lo quería, que esa forma gozosa, juguetona de ver, de vernos, la aprendió sufriendo. Su forma de hablar y mirar, es también un lenguaje suyo, extinguido, que nadie tendrá. Realmente las lágrimas para limpiar nuestra vista surgen de la risa o el dolor.

Quizás por eso Roma, lo veo ahora, tiene la grandeza de ser un puerto de la historia en el que muchísimos viajeros recalan y nos traen relatos. Una ciudad para encontrarse y entonces practicar la mirada ¿Cómo ve Roma Javier o Carmen, Ricardo o Jacques? Sé que no podré tener el tiempo ni la posibilidad de hollar tantos espacios. Me consuela, sin embargo, gozar de tantas experiencias, recibirlas compartidas, no como mera información sino como vida, y ésta quizás sea la mayor grandeza de Roma y la que más me enseña a ver. Entreveo ahora también que pueda ser divertido lo que hasta ahora imaginaba como algo aburrido: estar todo el día en una ‘visión’ divina o salir simplemente a dar una vuelta… quizás también yo encuentre, en el lugar menos pensado, un Aleph.

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