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Con la iglesia hemos dado

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El viaje a Roma, que en tiempos de Miguel de Cervantes se podía hacer en 12 horas sólo con artes mágicas. Hoy lo tenemos al alcance de la mano. Un viaje portentoso que en 1528 costó al licenciado Torralba un juicio ante la Inquisición, hoy nos lo permiten los aviones presentando un simple código QR y un DNI. Sin necesidad de un Clavileño, podemos volar sobre islas y mares, con los ojos bien abiertos. A pesar de ello, no es suficiente un viaje en avión para adentrarse en Roma. Llegar a la Ciudad Eterna, la ciudad imaginada, deseada, conocida de oídas, puede ser una experiencia como la de Don Quijote al llegar al Toboso en busca de Dulcinea. Entre las sombras de la noche cualquier cosa es sólo un bulto. Buscamos un palacio o un monumento y, como Don Quijote, al acercarnos, exclamamos sorprendidos: ‘con la iglesia hemos dado, Sancho’.

«¿No te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sin par Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que solo estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta?» (D. Quijote de la Mancha, II, capítulo IX)

Enamorados de oídas, caminamos por sus calles como en una noche sin faroles ni luna. Vemos sin distinguir, volúmenes, sombras, pero no conseguimos reconocer lo que buscábamos, lo que habíamos imaginado tantas veces. Vamos a ciegas, rodeados de oscuridades. Sabemos tantas cosas, podemos incluso estar en el lugar justo pero, sin luz, no llegaremos a conocerla en persona, a poder encontrar la puerta para entrar y charlar, para conocer lo que piensa, declararnos y que nos permita participar de su intimidad.

La iglesia, a sorpresa

Recientemente he podido disfrutar, en el Palazzo Bonaparte, de un delicioso recorrido por las salas de una exposición dedicada a M. C. Escher. Sus obras me llevaron a mundos imaginados, jugando entre sueños que hacen ver la realidad y realidades que parecen de ensueño.

Uno de sus trabajos me trajo a la mente el episodio de D. Quijote. Así ha surgido este artículo y así he querido compartirlo como una invitación a una experiencia.

«Estaba el pueblo en un sosegado silencio, porque todos sus vecinos dormían y reposaban a pierna tendida.»

Esta era la Roma que el artista me presentaba entre las sombras de Foro Boario. Al fondo, una alta torre se alza invitándome a acercarme y comprobar de qué se trata. Las líneas claras se cruzan tachando espacios de una oscuridad impenetrable. Líneas de tenue luz que emanan de la construcción y no pueden vencer la negrura del cielo y del Palatino en la noche. Pensé entonces que esa noche me invitaba a reconocer como para mí Roma es al mismo tiempo Toboso y Dulcinea, espacio y persona que apasionan mis sueños y guían mis pasos.

Yo también, como el Quijote, leo, sueño, deseo, busco, idealizo, descubro que me doy de bruces con la realidad y, al mismo tiempo, no acepto que se reduzca a lo que estoy viendo.

«Guió don Quijote, y habiendo andado como docientos pasos, dio con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:

—Con la iglesia hemos dado, Sancho.»

Realidad y deseo

Lo reconozco yo también. Se trata de la autoridad, de la innegable fuerza de lo que tenemos ante nosotros. Una frase que luego se ha cambiado un poco en el lenguaje común convirtiéndola en «con la Iglesia hemos topado». Parece un encontronazo y parece que es la autoridad religiosa y moral de la Iglesia la que nos limita. En Roma, en alguna noche del alma, podemos tener esta experiencia considerando la Iglesia y no sólo una iglesia. También en este caso, Roma y sus sombras, nos pueden ofrecer los límites duros de la realidad. Una realidad que a Sancho le provoca una gran preocupación, el miedo ante un engaño que se puede deshacer, la temida desilusión y el consiguiente dolor que nacerá al comprobar que el lugar y la persona de Aldonza Lorenzo no se corresponden con el Toboso y la Dulcinea soñada.

La noche no es un buen momento y deciden esperar.

Al día siguiente, con la luz, D. Quijote envía a Sancho al pueblo para buscar a Dulcinea. «Ve, amigo, y guíete otra mejor ventura que la mía.»

Podemos pasar noches como ésta en Roma, buscando sin encontrar. Esperar el día, la luz y una ‘mejor ventura’ de la mano de un buen compañero es el remedio que nos propone D. Quijote.

Sin embargo, el miedo provoca la mentira. Y Sancho presenta a tres aldeanas como si fueran Dulcinea y sus dos damas de compañía. Él se esconde tras el embuste mágico que convierte los borricos en hacaneas, iguales al precioso caballo blanco que el embajador de España regalaba al papa como tributo por el reino de Nápoles:

«Vienen a caballo sobre tres cananeas remendadas, que no hay más que ver.
Hacaneas querrás decir, Sancho.»

Yo buscaba un palacio y con una iglesia he dado. Buscaba una hermosa princesa y veo una aldeana fea. Soñaba perfumes y solo encuentro tufo.
«Cuando llegué a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma.»

El alma atosigada puede ser lo que nos provoque Roma a la luz del día, en transportes que no son dignos, suciedades y olores que no invitan a acercarnos. Nos topamos con la cruda realidad, aunque queramos creer que un malvado encantador nos persigue para no disfrutar de su presencia maravillosa.

Sin remedio

La credulidad de D. Quijote, acentuada por la risa de Sancho que lo engaña, me da pena, provoca ternura y compasión. D. Quijote llega incluso a arrodillarse ante aquella mujer. También yo muchas veces, ante una realidad que no entiendo y se impone, acabo como él, vencido aunque no convencido.

«Echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago la humildad con que mi alma te adora.»

Ante Roma podríamos indignarnos, desenmascarar, ofrecer datos o invocar juicios. Podríamos quedar desencantados o hacer violencias para cambiar con la fuerza la realidad según nuestros sueños. Todo ello podemos sentir como tentación ante Roma, diosa y aldeana, pero creo que la única respuesta es la de un loco que, viendo sus ruinas, no renuncia a adorar la hermosura ausente. Someterse en vez de imponer quizás provoque risas y espanto, pero me hace solidario con quienes siguen buscando, haciendo lo que pueden, a tientas o despiertos, sin desilusión, para que la realidad se libere de los malignos encantos del tiempo y deje sin poder la mentira.

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