Una mañana fría y soleada de invierno es un momento perfecto para subir hasta el Aventino y visitar la Basílica de Santa Sabina.
El aire diáfano y los rayos de sol hacen placentera la subida atravesando la rosaleda municipal, mientras un equipo de jardineros están mano a la obra. Es el momento de preparar las plantas y el terreno.
La muralla de la fortificación de la familia Crescenzi nos acompaña durante la subida. A la derecha, una apertura nos sorprende, como portal de entrada a lo que actualmente es el jardín de los naranjos.Un poco más adelante, el sonido del agua en una fuente nos alegra haciendo acogedora la plaza dedicada a Pietro d’Iliria.
Subiendo el Aventino hasta la Basílica de Santa Sabina
Pocas veces como aquí una puerta no es sólo un lugar de paso, un confín, sino un espacio en el que se anuncia y desvela lo que contemplaremos más allá de ella. En una anta la historia de Jesús, en la otra Moisés. Dos partes de una única entrada, ambas dando acceso al lugar de los ‘misterios’, un espacio para celebrar. En aquellos años en los que se concluía un tiempo, un imperio, que parecían eternos, este espacio es un puente hacia nuevos tiempos que aún duran.
El interior de la Basílica de Santa Sabina
En la contrafachada otro puente de letras une ‘la Iglesia de la circuncisión’ con la ‘Iglesia de los gentiles’. Dos hermosos mosaicos la representan bajo la luz de la mañana. El arquitecto Muñoz a inicios del s. XX trabajó en esta basílica para dejar sus formas puras. Nos devolvió este espacio en el que nos sentimos invitados a entrar y reconocernos como centro, adorno vivo, nos está esperando. Nada nos distrae.
Mármoles que cobran vida cuando los pisamos, desgastados por nuestros pasos.
Otro Muñoz, dominico de finales del s. XIII, nos deja una memoria en color, movido quizás por la belleza de los mosaicos que brillaban en ábsides y capillas como la de Santa Práxedes. Roma nos llama siempre a una sobreabundancia en la que color y belleza no son supérfluos.
Capillas de San Jacinto y el del Sasoferrato
Los trabajos de Lavinia Fontana y Federico Zuccari en la capilla de San Jacinto y el del Sasoferrato en la de la Santa Catalina, forman parte de ese cuerpo esbelto y profundo, como dos recodos, apóstrofes de un curso lineal. Refugios en los que residen las historias de una mujer y un hombre vistas con lenguajes de colores cercanos en el tiempo y tan distintos. Ambas capillas son remansos al margen de la corriente de luz que transita por las naves de la basílica.
Jacinto fue uno de los amigos de Domingo, fundador de los dominicos. Lo conoció aquí, en Roma y en esta basílica recibió el hábito blanco azahar y negro ébano. Poco tiempo después viajó hasta su Polonia natal para iniciar allí los trabajos de la recién nacida orden.
Tumba de Ausias
Tumba de Ausias, ‘Valentino Patria Seta’, cardenal de Monreal, que murió en 1483 con 60 años, enviado varias veces como legado del papa Sixto IV al reino hispano. Vivió como un mortal, como uno que conoce su condición y el final incierto pero seguro. Contradicciones con las que este precioso latín juega y que nos acercan a este personaje de finales del s. XV. Esta tumba de la escuela de Andrea del Bregno nos trae a la memoria la Lonja de la Seda en Valencia, sus embajadas ‘in Germaniam’ haciendo frente a la amenaza turca, su celo por la edificación del convento adyacente a la basílica de Santa Sabina. Memorias de una persona ‘nobili Podiorum familia’ que recorrió tantos caminos y en la que tantos caminos se dieron encuentro. Hasta llegar a nosotros, hoy.
«No todos los mármoles sirven para eso, tan sólo los más fuertes, los que desempeñan su función de ser piel, semejante a la de los muros aunque no deban resistir como ellos las cargas de la arquitectura, sino las de la gente. Es una hermosa función la de resistir el peso y el paso de la gente; tal vez quienes decidieron que sus tumbas dentro de las iglesias estuvieran depositadas en la superficie horizontal del suelo sabían eso. Fueron poderosos, pero también prudentes y pensaron que lo mejor para ellos era que las gentes pisaran sobre sus tumbas hasta hacer irreconocibles sus nombres, su memoria. Desearon que sus mármoles sin vida fuesen gastados por el leve paso de la vida sobre ellos. Esas son las texturas que nos interesan, las que denotan vida.»
(José Laborda Yneva, Paseos por Roma).