La plaza que se abre ante la basílica de los santos Juan y Pablo en el Celio es uno de los rincones más hermosos de Roma. Un espacio rodeado, nada más y nada menos, que por el Palatino, el Coliseo y los altos pinos de la Villa Celimontana que lo celan y dan frescura. Los santos Giovanni e Paolo, tal y como se les conoce en Roma, son dos mártires que —caso extraño y único en la historia— fueron ajusticiados y enterrados ‘aedibus propriis’, en su casa. El resultado es uno de esos condensados únicos que nos ofrece la ciudad. Una maravilla que amplía —siempre hay más— la lista de los lugares que ver en Roma: una basílica medieval cuyos fundamentos son casas romanas junto a los restos del templo del emperador Claudio.
No solo las ruinas de los antiguos edificios y templos, sino también la naturaleza nos hace viajar hasta los orígenes de Roma. De hecho, nos encontramos, en una de las 7 colinas, junto a la villa Celimontana y la iglesia de San Gregorio. Se trata de un jardín del Edén de la Roma del Renacimiento y Barroca, pero también uno de los lugares que nos acercan a los bosques que vieron a Rómulo y Remo como pastores.
Un corazón negro
Entre 1948 y 1952, bajo la dirección de Enrico Galeazzi, se realizó una importante restauración de toda la zona. Era titular de la basílica en ese momento el cardenal Spellman que había sustituido en la titularidad a Eugenio Pacelli cuando fue elegido papa. En el interior, el altar dedicado a Santa María Goretti está construido por quien, poco después, todos llamarán Pío XII.
Este rincón, que parece presentarnos un tiempo que no pasa, como si apoyado en sus piedras se hubiera distraído por un momento, está íntimamente ligado a la congregación de los ‘pasionistas’. De hecho, una de las capillas más hermosas, está dedicada al fundador de esta orden, cuya casa general se encuentra enfrente de la basílica de los Santos Juan y Pablo. Bajo una hermosa cúpula se guardan las reliquias de San Pablo de la Cruz. Un corazón negro, dolor y amor unidos, es el símbolo que encontraremos por todas partes. San Pablo de la Cruz (que no es el Pablo, mártir y titular de la iglesia) descubre, en la Pasión de Jesús, la inspiración para todo su obrar. 17 siglos después de la muerte de Jesús, Pablo la descubre como una novedad central para su vida y la de tantos otros.
Se trata de una zona sin restaurantes, tiendas o edificios residenciales que la hacen una isla especial de Roma. Un lugar que invita a pasear siguiendo la calle que con el nombre de San Paolo della Croce, nos lleva hasta el tráfico que encontramos al atravesar el Arco de Dolabella. Es una de las experiencias que nos regala Roma: una puerta que parece introducirnos en un lugar fuera del tiempo o devolvernos a la actualidad.
Entrando en San Juan y Pablo
Tras disfrutar del entorno, entramos en un edificio que nos habla de la compleja riqueza de Roma. Casas romanas convertidas en un espacio de reunión (iglesia) de las primeras comunidades cristianas. Casas que luego sirven de fundamento para una nueva iglesia y que actualmente se pueden visitar. Iglesia que se amplía, destruye en el siglo XI con el saqueo de Roberto el Guiscardo y se vuelve a levantar. Y si en el exterior sus piedras parecen conservar las formas y colores medievales, incluso en sus reformas del siglo XX, en el interior nos sorprende la decoración barroca.
Una característica especial de esta basílica de san Juan y san Pablo, es la abundancia de lámparas de cristal. De hecho se la conoce como la ‘chiesa dei lampadari’. Personalmente, no me acabo de acostumbrar a ellos y parece que me obstaculizan la vista. Encender todos estos lampadarios (cuesta 5 euros y el dispositivo justo al entrar) es como enchufar las luces de un árbol de Navidad. De repente, aparece un ambiente festivo, cuando poco antes era una penumbra de recogimiento que escondía nombres, colores y espacios.
La calle estrecha y rectilínea que baja hacia el valle a los pies del Palatino, sigue el trazado del antiguo ‘clivus’, sendero que une una parte baja con otra más alta. Nada de lo que hay dentro, debajo y alrededor de la basílica, está privo de interés. Desde la urna de pórfido con los restos de los mártires, hasta las casas romanas bajo la basílica, o los restos del templo de Claudio y la Villa Celimontana que la rodean. Cada piedra y espacio están llenos de memorias, inspiración para todos. Y, al mismo tiempo, están mucho más libres y tranquilos que muchos otros espacios de la ciudad.
Piedras que nos hablan
Un ejemplo muy especial nos lo encontramos en la zona posterior a la basílica. Por detrás del ábside se abre un campo delicioso. Allí, multitud de restos arqueológicos provenientes de varias zonas de la ciudad, descansan a la sombra de la colina. No solo ellos, sino también la gigantesca pared de piedra esculpida con un mapa de la ciudad, nos espera en este rincón en el que las piedras hablan. Una pared convertida en suelo del nuevo Museo de la Forma Urbis. Y así, bajo mis pies, puedo caminar sobre un mapa que representa el lugar en el que él mismo descansa. Piedras que representan la grandeza de una ciudad no del todo desaparecida y seguramente transformada.