Cuando el 18 de noviembre de 1626 el papa Urbano VIII consagra oficialmente la nueva basílica de San Pedro, tras más de un siglo de trabajos, el Baldaquino de San Pedro aún no existía. Nos puede parecer extraño imaginarnos la basílica sin esta grandiosa obra de arte. Si lo viéramos en la ciudad, fuera de la basílica, sería enorme. Mide casi 30 metros de altura, como un entero edificio del centro de Roma.
Sin embargo, dentro de los enormes espacios de la basílica de San Pedro, el baldaquino ‘queda bien’. La idea fue del papa quien, al año siguiente de su elección, en 1624 encargó a Bernini la realización de esta obra que completa en un modo especial el interior de la basílica. El artista y un imponente equipo de colaboradores, entre los que se incluy incluso Borromini, trabajaron en esta arquitectura grandiosa y ligera hasta completarla en 1633. No es un arco de triunfo sino más bien un árbol cuyas sus raíces están bajo tierra, en la tumba de San Pedro. Una arquitectura que indica en sus cuatro dimensiones, el punto central de la basílica.
Un baldaquino con una ‘tela’ de bronce
Convertir el bronce, la arquitectura de un ciborio colocado sobre el altar, en el ondulante movimiento de un baldaquino que en las procesiones es un palio, una preciosa tela. Bajo esa tela, a su sombra, se indica la presencia divina en medio de un camino, de una procesión, entre la gente. Es el paso de Dios en la historia. Bernini quiere que el mismísimo altar, situado sobre la tumba de San Pedro, camine. Nos lo podríamos imaginar en una permanente procesión, bajo una tela de bronce que unos ángeles sostienen.
Caminar hacia él por la nave central es una preciosa experiencia que podrás realizar participando en nuestro tour por la basílica de San Pedro.
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Desde la entrada, por el bronce, por la luz que surge detrás, por su situación, parece pequeño, casi un adorno. Cuando estamos cerca nos damos cuenta de que son columnas de 11 metros que parecen ondular sobre las olas de la historia. Sinuosamente van subiendo, enroscándose a un invisible árbol del tiempo. Ellas mismas tienen hojas y frutos, son como una pérgola de laurel a la que se acercan las dulces trabajadoras de la miel. Poesía paradisíaca de un jardín, naturaleza y arte, para indicar el lugar más hermoso, el refugio, bajo la saludable sombra de estas columnas, de la bóveda de un primer cielo en la cúpula antes de llegar al cielo de Roma. Es más, en un edificio que es todo un orbe, el baldaquino es su meridiano y ecuador.
Una grandiosa pérgola, un palio y un ciborio. Todo evocado, convocado por el arte, para que dentro de San Pedro nos encontremos con la protección y amenidad de esta sombra, el velo que cubre el ombligo de este cuerpo gigante que representa el de la Iglesia. El cuerpo de una madre, representada en la base de esas columnas, durante la gestación y el parto. Miel y dolor para dar a luz. El mártir Pedro y los sucesores que alzan su memoria como fundamento del edificio y del cuerpo.