Inicio hoy una serie de apuntes recogidos a lo largo de la ciudad. Entre los muchos lugares que ver en Roma, he ido anotando algunos en los que su belleza, en cada uno por diversos motivos, es un ingrediente saludable. Lugares que son como hierbas medicinales que encuentro en un paseo y que, tras tantas experiencias, sé que alivian dolores, tonifican, ayudan a curar. Bellezas de Roma con las que el arte nos trata para que recobremos algo de lo perdido o desgastado.
Bellezas de Roma como lentes
El sol se refleja en la gran bola dorada puesta en la cima de la cúpula de San Pedro. Se divisa desde muchas partes de la ciudad y parece un espejismo o un gigantesco imán para nuestros ojos. Tras velos de aire, se nos muestra cercana y está tan lejos. Quizás intenta ser una luna dorada y grande subiendo desde el horizonte o un punto luminoso cuando cae la noche, imitando una estrella. Descubrimos que nuestros ojos se orientan hacia ella, por la luz, pero que no saben de distancias. Nos parece tenerla al alcance de la mano o de un breve vuelo.
Contemplar la cúpula proyectada por Miguel Ángel nos ofrece un telescopio, una ayuda para nuestros ojos, para acortar las distancias con lo que está mucho más lejos de cualquier imaginación pero que nuestros ojos ven como la pared lisa de una esfera celeste cercana. Al subir a la cúpula nos damos cuenta de cómo la distancia es lo que nos hace cambiar la forma de ver y lo que vemos. Lo que distinguimos desde el suelo en realidad es muy poco de todo lo que existe allá arriba. Y saberlo cura la vista, la hace humilde y también necesitada. Ella deja su trono oriental lleno de colores para inspeccionar la realidad con otros ojos. Lo que nos ayuda a acortar las distancias nos hace ver y ver nos invita a seguir acercándonos para llegar a los detalles.
Antes de subir a la cúpula, mientras espero, Roma no deja escapar otra oportunidad de ponerme una nueva prueba para ver qué tal estoy de vista. Me invita a mirar los grandes contrafuertes, y subir, subir y subir escalando las alturas incluso antes de llegar. Ante esta visión yo respondo a la prueba con una pregunta: ¿cuánto tiempo de mi vida habré pasado esperando un ascensor? Justo en ese momento me doy cuenta de que éstas son palabras de quien tiene la vista cansada, curtida por una cierta edad. Entonces Roma nos indica que necesitamos unas lentes que nos hagan posible leer la realidad sin tener que mantenerla a distancia. Roma, justo antes de subir a la cúpula, me dice que con ayuda, despacio porque miro de cerca, sin miedo al ridículo, puedo seguir disfrutando.
En esos momentos también he notado que en otras personas nace otra pregunta: ¿En cuánto tiempo sería capaz de subir esas escaleras? Es la mirada que nos presenta retos más que momentos. Son los ojos certeros de quien espera siempre una ocasión para salir de caza, consciente de la propia habilidad y fuerza. Roma nos enseña entonces a no forzar la vista, a ponernos cómodos y con luz abundante, a dejar que las cosas pasen ante nosotros sin atraparlas, sin adueñarnos de ellas, leyendo con calma hasta la última palabra, paso a paso, línea a línea, sin querer subir las escaleras de dos en dos.
Roma nos enseña a mirar el camino como algo que puede ser más importante que llegar primeros o solos a la meta. Escaleras que suben en espiral porque sólo con la curvatura del espacio parece vencerse el desnivel impuesto por el tiempo.
Un colirio, una fuente
Sin embargo, la mejor terapia de Roma para nuestros ojos no proviene de sus objetos brillantes ni de sus alturas. Y esto también lo veo claro y distinto en el Vaticano.
Las bellezas de esta Roma que relajan los ojos y los limpian como un colirio están en su penumbra: bajo el columnado, en el chorro cercano y fresco de una fuente con una pirámide de cálidas tiaras de travertino junto a Porta Angelica.
El agua, la que mana y corre escondida entre las columnas o que se arroja con fuerza sobre un sarcófago en Porta Cavalleggeri; la que podemos tocar y llevarnos a los ojos, a la frente, para aclarar nuestra vista aliviando, refrescando, limpiando.
¡Qué gran mérito el de las pequeñas fuentes que se esconden en el gran teatro! Plaza San Pedro, ese gran escenario, me ofrece también el espectáculo de poder ver a tantos que, como yo, asisten a la representación de una obra que busca la eternidad. Los veo pasar y me acompañan. Todo esto es demasiado y mis pobres ojos necesitan descansar.
Acuden entonces estas fuentes: verlas parece un milagro y milagroso es el alivio que nos dan. Las necesidades, los ojos irritados que buscan alivio nos hacen descubrir una Roma construida por el mérito escondido de tantos. Roma nos da la alegría de poseer muchísimas más fuentes cercanas que monumentales muestras de agua. Algunas veces el éxito o la fama tienen que ver con el mérito, pero muy pocas, al menos en una proporción que merezca la pena. Estos rincones de la plaza nos muestran que hay tanto mérito entre las sombras, en quien limpia, mantiene, da y entrega para que podamos ver con nuestros ojos.
Mientras llevo las manos llenas de agua fresca a mi rostro cansado doy menos importancia a los espacios del poder y al éxito del espectáculo que a ese momento de consuelo y frescura. Roma me cura entonces con ocasiones en las que se inician procesos, me pone a la sombra de un ala, me limpia las pupilas para ver mejor.
Ver las bellezas de Roma sin mirar
Ver la vida desde otra perspectiva, por ejemplo desde el punto de vista de aquellos dos perros, Cipión y Berganza que, de repente, ven las cosas de otro modo porque pueden contarlas, con el don de la palabra. Al hablar, durante un diálogo, mientras escuchamos, somos capaces de ver realidades que ni imaginábamos. Las palabras nos las hacen ver, incluso cuando ya no existen o son una fábula tan increíble como el viaje de un pingüino en Roma.
En Plaza San Pedro nos hacemos personajes no sólo de un país diferente, sino de otro mundo. Pequeños y descubriendo todo como E.T. o como un pingüino lejos del polo. Entrando en la basílica todo lo que era habitual, el espectro de lo que alcanzamos normalmente con la vista, cambia y recibimos una sorpresa mayúscula. Con avidez vamos recogiendo datos, miradas que no sabemos cuándo volverán, ocasiones de ver de otra forma. Como perros que hablan o extraterrestres, vemos las cosas desde otra perspectiva. ¡Qué sorpresa ver mucho más de lo que estábamos acostumbrados a ver!
Por unos momentos los ojos dejan de ser jueces de la realidad, de lo que vale, de lo que cuenta. Entre los sentidos ellos son los que parecen mantenerse limpios, intactos, altivos, sin ensuciarse las manos, entorpecerse o vibrar de emoción. ¡Qué pocas veces y con cuánta pena una lágrima los humedece y conmueve!
«Determiné entrarme en la ciudad a buscar ventura que la halla el que se muda.» Adentrándonos en esta Ciudad – Basílica, no sólo necesitamos lentes o refrescar la vista con un colirio, sino que se nos invita a cambiar nuestra forma de ver. Por ejemplo, cuando nos situamos ante la Piedad de Miguel Ángel los ojos juegan y se ‘ensucian’ con palabras. Luego, bajando sus párpados, se sumergen y abandonan en el deseado con-tacto, siguen la corriente del olfato e incluso pregustan el sabor de un instante de pasión.
Si llegamos hasta el Baldaquino allí nuestra mirada se enfrenta con una gran encrucijada. Los dos ojos, siniestro y diestro, parecen notar sus distancias y no saber qué camino seguir, deseando todo. Lo único seguro es que cada uno quiere emprender aventuras; cada uno por su lado. Todo les parece poco y una pérdida mirar ambos de frente, mientras el mundo se extiende y los atrae hacia la circunnavegación del cráneo, en incontables paralelos y meridianos.
Es entonces cuando las manos se presentan ante estos ojos aventureros y se plantan ante ellos para que dejen de lanzarse hacia lo lejos. Juntándose ambas, abiertas, hacen que los ojos se reúnan y en armonía puedan descubrir la buena ventura escrita en aquellas palmas.
Aunque hay pocos sitios para sentarse en la basílica de San Pedro una buena terapia es dejarnos caer en un banco o incluso en el suelo. Evitamos así mareos y nos afianzamos para que la mirada vague un rato siguiendo sus ansias de otro mundo. Luego, antes de perdernos, tenemos que recogerla en las palmas de nuestras manos.
Bellezas que nos enseñan a ver
En la plaza, las estatuas de San Pedro y San Pablo ante la entrada de la basílica, como vigías y protectores, me hacen ver las de Cástor y Pólux en la entrada del Campidoglio. Dentro de la basílica, en cada uno de los pilares, gigantescos santos parecen sostener la altísima bóveda así como hacían los antiguos dioses soportando la celestial cúpula del Panteón. De esta forma, Roma me enseña a descubrir lo que permanece para luego poder notar los cambios. Roma nos enseña que vemos más cuando comparamos, cuando nuestra experiencia es más rica, tras rebotar sobre superficies y volúmenes como un maravilloso sónar. Escuchamos tantos ecos y vemos como murciélagos.
Sin la profundidad, sin lo recibido, no obtendríamos ninguna imagen. Además del cristalino necesitamos la justa distancia de la retina pero, sobre todo, hemos de recibir la luz reflejada de los objetos. Aquí, en esta plaza, la luz rebota con una fuerza inusual, cargada, como en un caótico flipper. Y suena, resuena, alvolea.
Vigías
¿Las han puesto allá arriba para que las podamos ver o para que ellas nos vean mejor? Son tantas, 140, pero su presencia pasa inadvertida para muchos. Quizás estén allí para otear el horizonte o incluso las puedo imaginar como cuerpos especiales que, sin disimular, vigilan que todo esté bien por acá abajo. Como el príncipe feliz de la fábula parecen haber quedado despojadas de cualquier adorno, expuestas a la intemperie. Pero se las ve ligeras, sin esfuerzo, como vigías y expertos marineros que no temen los vaivenes de la barca aun estando en una alta botavara que podría asustar a cualquiera.
Sin embargo, aunque ahora están allá arriba -victoriosas aunque ninguno a caballo- algo extraño noto al mirarlas, empezando por la que aparece en el centro, sobre el tímpano de la fachada. Lleva en la mano el símbolo de un patíbulo, por representar un condenado a muerte. Sus amigos, los 12 más íntimos, lo acompañan en ese escenario aéreo. Ninguno de ellos, mientras vivía, había triunfado o tenido poder. Ninguno había sido considerado sabio o rico. Es más, muchos acabaron sus días dejando literalmente la piel. De hecho, todos ellos podrían ser el prototipo en el que se inspira Cervantes en sus Novelas Ejemplares para escribir:
«La sabiduría en el pobre está asombrada; que la necesidad y miseria son sombras y nubes que la oscurecen, y si acaso se descubre, la juzgan por tontedad y la tratan con menosprecio.»
Una buena tripulación, aunque tosca, zarandeada por tantas tempestades y que ahora logramos ver tras estas estatuas como huéspedes bajo el cielo de la plaza. Son un ejemplo de cómo las bellezas de Roma se esconden entre lo más visible.
Bellezas de Roma entorno a un mástil
«Quo me cumque rapit tempestas, deferor hospes.» Allí donde me arrebate la tempestad, yo me dejaré llevar como huesped. Quizás tengan que atarme a un mástil, como a Ulises, para soportar sirenas y no seguir cada una de las bellezas de Roma. Me quedo quieto junto al mástil – obelisco que Calígula hizo traer desde el foro de César en Alejandría de Egipto. Y allí se alzó en el 1929 a. C. por obra del faraón Nuncoreo como exvoto por haber recobrado la vista. Ahora, esta aguja parece que vuelve a albergar en su cima el águila que le da nombre; un águila que otea todo y extiende los brazos en cruz. Cierro los ojos para imaginarme allá arriba y luego ‘recobro la vista’ para hacer aparecer de nuevo lo que sólo podría existir en un sueño.
Para subir hay que bajar
Por otra parte, creo que en Roma conseguimos ver que los espacios dependen del tiempo. No pasamos ni pasa el tiempo porque hay espacios sino que nos encontramos con los lugares porque tenemos y existe el tiempo. Roma es especialista en remover cataratas, vendas o paredes, incluso en la destrucción de tantos lugares, que nos hacen ver el paso del tiempo.
«Sen muros,
sen cargas nen defensas
finalmente
quedáronme pra sempre
as paredes cheas de luz.»
Conseguir ver las pérdidas como una posibilidad para ver mejor. Perder los muros, una casa, incluso la piel, como un plus ultra, abandonando los límites. Perder lugares para descubrir detrás simplemente tiempo o incluso la eternidad, como un océano. En Roma, en esta plaza, me veo a la intemperie, sin un techo mío, sin puertas que me aseguren, pero con tanta luz que entra y sale jugando entre estas 284 columnas. Nadie desea perder, tampoco yo, pero Roma nos hace ver lo que hay tras cada pérdida.
Roma te da una cualidad para ver, como unos rayos X que te desnudan de ti mismo. Roma nos cura con este enfoque que modifica la vista y en cierta manera pasa a ser patrimonio genético, como el color o la forma de los ojos. Exagerando por cariño, pienso que esta ciudad podría ser un lugar en donde se esclarece cómo la historia entra en la genética. Una ciudad para curArte y descubrir las maravillas que puedes ver en Roma si aprendemos a mirar.
En definitiva, creo que Roma es tan determinante, permanente, necesaria y universal que en cualquier parte del mundo al abrir los ojos la podemos percibir como ‘Homo romanus’: buscando ver lo perdido y, por ello, más allá.