En un libro tenemos entre las manos su principio y su fin. Un cuerpo de palabras extendido, entregado, que ha medido nuestro tiempo llenándolo con su vida. Una breve historia mientras nuestros ojos lo van hojeando pero que no termina cuando llega su final. Un cuerpo que siempre nos estará esperando, como el que contemplamos en la Piedad de Miguel Ángel.
En efecto, viendo a María sentada, joven, con ese otro cuerpo abandonado que parece tan pequeño entre sus manos, es como si ella y yo tuviéramos un libro abierto. Ella podría ser una jovencita y esperaríamos ver en su regazo a su hijo pequeño y, sin embargo, sostiene a su hijo muerto. Entregado, principio y fin en ese cuerpo de Palabra, ella lo recoge, lo medita, re-flexiona sobre ese lomo abierto por su cintura.
Ella contempla como el escritor que ve su obra concluida y se da cuenta de lo que ya sabía al escribirla: no le pertenece. No se desespera ni grita, no eleva los ojos implorante ni nos mira pidiéndonos cuentas. Ella para mí representa la consciente aceptación de la misión cumplida mezclada con «el goce de no tener tiempo para el odio» (Francisco Javier Irazoki, Ciento noventa espejos), ni siquiera con su hijo yacente en brazos. Y es que en sus manos tiene una obra maestra. Podríamos decir que ella es, en efecto, la maestra que lo ha urdido y nos lo enseña, que nos acerca al texto directamente, a la fuente. Lo mantiene con una mano fuerte pero con la otra nos lo está pasando. Ten, lee tú.
La Piedad de Miguel Ángel, fin del siglo XV y anticipo del XVI en Roma
Cuando Miguel Ángel recibe el encargo por parte del cardenal Jean de Bilhères, embajador de Carlos VIII, para la realización de una ‘Piedad’ (María con su hijo muerto) tiene sólo 22 años. La escultura estaba destinada a la tumba del purpurado en la capilla de Santa Petronila de la antigua basílica de San Pedro. Es el mes de noviembre de 1497. Había llegado a Roma el año anterior para dar explicaciones ante el cardenal Riario sobre una cierta escultura de Cupido vendida como de época romana. Un ‘desliz’ que se convirtió, a través de Jacopo Galli, en admiración y origen de varios encargos. El más importante y famoso es esta Piedad, la única obra que llevará su firma. Luego, extendiéndose su fama, no lo necesitará.
El joven Miguel Ángel irá personalmente hasta Carrara para elegir el bloque de mármol y lo acompañará en su viaje hasta Roma. Y de aquellas montañas a esta cumbre.
María está sentada sobre una roca pero es ella misma la que parece una montaña. Principio y fin. Como al inicio en sus entrañas, de lava, se forma un hijo también ahora ella es, igualmente joven, el regazo en el que caerse muerto, tierra de fértiles cenizas para esta semilla. Ella es fuerte, delicada roca, la montaña a la que acudir para acercarnos al cielo y conversar con Dios que se hace sentir en la íntima oquedad de una gruta como un susurro, como una brisa.
Aquí abajo, en cambio, se oye la voz de truenos y temporal. Allí arriba sentada, en la hora más oscura, hay luz, amparo y calma serena. Aquí, aún se siente el terremoto que raja el velo del templo y destapa las losas de los sepulcros. Allí, hasta el desnudo cuerpo no parece desvalido, como si estuviera arropado por un velo de piedad y cariño más real de los pliegues de su vestido. Aquí abajo, descendiendo en el siglo hasta el barro, hasta el frío, la desnudez y el dolor, arrancan llantos de nuevo, emoción que nos sumerge en el tiempo y alza manos y gritos. Allí arriba se queda una voz siempre joven con la última palabra, silenciosa, en la boca y en las manos. Todo está escrito.
Si quieres contemplar la Piedad de Miguel Ángel y conocer más en detalle su historia y la Basílica de San Pedro en la que se encuentra, no te pierdas nuestra visita guiada de la Basílica Vaticana: